Andrea estaba tiritando de la fiebre, el termómetro marcaba los 40 grados y la piel estaba enrojecida. Sus ojos eran dos charcos de sangre por donde destilaban unas lágrimas tenues que le estaban bañando el rostro a la mujer de no más de 30 años. La tos que había estado empecinada en ella durante tres días había cedido y el dolor profuso en su pecho era menos intenso. La habitación de la mujer tenía la puerta de madera cerrada con llave y la única ventana estaba abierta, por allí ingresaba una corriente de aire tímida, propia de un día soleado de diciembre. En el suelo había platos desechables con desperdicios de comida y sobre la mesa de noche una jarra rebosante con agua se fue consumiendo conforme pasaban las horas.
A media mañana la mujer se comunicó con su esposo, le reportó la mejoría en la tos, pero a su vez confirmó que la fiebre era más intensa que los días anteriores. El hombre no paraba de rezar en su almacén de ropa en el centro de la ciudad, en donde las ventas estaban por el piso y no había asomos de mejoría. Las calles estaban desoladas, los pocos transeúntes compraban comida, los perros callejeros se estaban muriendo de hambre y la brisa había decidido ponerse estática o desaparecer por completo.
En la sala de la casa, una niña morena con aires ensortijados y con una falda de colores vibrantes, con zapatos diminutos de suela gris y una blusa con una princesa de piel blanca y de ojos azules, juega con un carro de su hermano mayor. Ella se llama Lucia, tiene cuatro años y es la hija menor de la familia. Su hermano, de 10 años, hasta ese momento había estado encargado del cuidado de su hermana, pero aquella mañana la tos había empezado en él y una incipiente fiebre encendieron las alarmas en el hogar.
La señora Irma, mamá de Andrea y abuela de Lucia estaba llevando con regularidad los alimentos al hogar. A través de la ventana le anunciaba a su hija que el desayuno, el almuerzo o lo que fuera, ya estaba listo y que uno de sus hijos le pondría los desechables en la puerta de la habitación. El contacto de Andrea con sus hijos estaba restringido, incluso con su esposo, que por aquellos días dormía en la misma habitación de su hijo mayor.
El niño que ese día empezó con una leve tos era Gabriel, el mayor del matrimonio, o mejor aún, la causa de la existencia de aquel matrimonio. Gabriel a primeras horas del día tuvo fiebre, su padre antes de irse le ordenó que se encerrara en su alcoba y no tuviera contacto con Lucia. Pero en horas de la tarde el niño estaba delirando de la fiebre, veía enormes bolas de plastilina que se transformaban en elefantes y mientras huía de ser aplastado gritaba a viva voz que no lo quemaran, que por favor no lo incineraran. Lucia escuchaba los gritos pavorosos de su hermano, no entendía nada, levantó los hombros y se fue corriendo a la sala a ver televisión.
La niña se aburrió rápidamente, en el televisor dejan de salir muñecos regordetes y de colores alucinantes y en su lugar aparece una mujer que presenta noticias. Ella hablaba de hospitales colapsados, de muertos, del ejército en las calles, del aumento del precio del alcohol y de escases de papel higiénico. De repente la periodista dice unas palabras que inquietan a la niña, “las calles parecen el fin del mundo”. Lucia no sabe que es el fin del mundo, pero supone de inmediato que debe ser malo y se fue directo a la habitación de su mamá. Andrea a través de la puerta cerrada le pide que se calme, que pronto va a llegar su papá y que todo estará bien.
Al caminar de regreso a la sala, la niña volvió a escuchar los lamentos de su hermano, que ya no hablan de quemarlo vivo, sino que se detengan las vueltas y la caída libre por un abismo que parece no tener fin. La niña se acercó a la puerta y le grita a su hermano: “ya deje caerse y levántese”. La frase es lapidaría, pero del otro lado de la puerta el niño escuchó en medio de sus alucinaciones por la intensa fiebre e intenta abrir los ojos. La caída se detiene un poco, pero regresan las bolas de plastilina y los elefantes. La fiebre era abrasadora.
La noche cayó tan rápido que la niña no se percató de la oscuridad incipiente que se ha abierto camino en medio de las montañas verde azuladas y que ha encendido las luces ámbar del alumbrado público de la ciudad. El padre de Lucia no ha llegado a casa, en las dos habitaciones reina la fiebre y en la sala la niña observaba por un balcón el desierto que se ha apoderado de la calle, de como las ruinas de la ciudad se evaporaban en medio de la arena rojiza y cuando elevó la mirada al cielo vio una luna menguantera coronada por Venus que se mantenía inmarcesible gracias a la ausencia de nubes.
Así fue ese día que se quedó grabado en la memoria de Lucia, una especie de archivo que nunca se le borraría de la mente y que incluso recordaría en sus instantes finales de vida, cuando era una anciana y la muerte se la llevó para siempre de la inmundicia en la que se había convertido la tierra. Lo recordaba muy bien porque en la noche su padre llegó, la buscó, le dio un abrazo eterno y le susurro al oído que al día siguiente él se quedaría, no iría a trabajar porque alguien tenía que cuidar de la familia. La abuela, Irma, había empezado a toser desde las cuatro de la tarde y ya para la noche la miserable fiebre se había apoderado de su cuerpo de mujer senil.
Al día siguiente el padre de familia hizo un almuerzo insípido porque se le olvidó ponerle sal y condimentos a la carne sudada. Jugó todo el día con la niña, la levantaba en sus brazos y la ponía horizontal y simulaba los sonidos de los motores de un poderoso avión, volaron por toda la casa mientras la niña estallaba en risas descontroladas. En la habitación de Andrea la tos era casi imperceptible, la fiebre había menguado un poco, pero cada dos o tres horas el calor la abrasaba completamente.
Así pasaron los días, los atardeceres llegaban dibujando arreboles en el horizonte, el cobre se oxidaba conforme la oscuridad se abría paso y las primeras estrellas titilaban nerviosas en un cielo impertérrito. La muerte solía llegar en las noches, se llevaba almas por cientos y ese silencio aterrador tan común por aquellos días empezó a formar un soneto espectral que anunciaba los últimos alientos de los desdichados con fiebre.
A Irma se la llevaron a los dos días para el hospital y de allí a cuidado crítico en menos de ocho horas. Andrea con un poco más de aliento rezaba para que su madre saliera con vida, mientras que a Gabriel la fiebre ya lo había abandonado, pero la tos se había vuelto parte de su vida, tan común como respirar. El día de la muerte de Irma, que fue exactamente un domingo a la madrugada, cayó un aguacero descomunal que puso las calles de la ciudad como ríos, las alcantarillas se taponaron con millones de tapabocas azulados y la tierra cobriza del suelo se volvió roja intensa, como sangre. La ciudad era un mar rojizo que arrastraba un pestilente vaho a pesares por los muertos y de añoranzas por los que aún luchaban por quedarse en este mundo.
Las cenizas las entregaron a la familia a los cinco días, el volumen de cuerpos a incinerar era tan alto, que los muertos debían esperar entre neveras gigantes para dar el nefasto paso para convertirse en polvo y regresar a la tierra como la promesa original. Lucia se llevó sus dedos diminutos al rostro, tocó una tela suave que se anclaba en sus orejas, era un tapabocas quirúrgico que lo asumía como normal, desde hace un año lo lleva puesto y su escasa memoria no recordaba otra vida que con ese pedazo de tela forrando nariz y boca.
Sus padres con el cofre lleno de cenizas salen de la funeraria, Lucia iba tomada de la mano de su madre y al frente, justo en un paradero de buses, había una mujer joven sujetando a un niño de seis años o un poco menos, él llevaba puesto un tapabocas con carritos estampados. El par de niños se quedaron viendo y en coordinación perfecta ambos se bajaron la tela de sus rostros, Lucia descubrió que la boca del otro niño se curvó hacia arriba, los labios le brillaron y pronto aparecieron sus dientes diminutos. Ella repitió el mismo movimiento en su rostro, aunque lo hace con más intensidad y sonoridad. Ese día Lucia descubrió que abajo del tapabocas hay una sonrisa.
*Texto basado en hecho reales de una familia en la ciudad de Villavicencio, Colombia durante la pandemia del Covid 19.