A las tres de la madrugada las ruedas del Airbus 320 tocaron suelo argentino en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. El sonido atronador de los reversibles de los motores se metió tanto en mis oídos que mi cuerpo sintió la electricidad irremediable de los nervios que trae un migrante, además del miedo y la incertidumbre. Era el viernes 20 de enero de 2023, mi cumpleaños, y al bajar de la aeronave sentí un clima caribe con aires salitrosos que me recordó a mi país. Estoy en Cartagena, me dije con broma y solté una sonrisa ligera, pero llena de nerviosismo. Empezaba mi vida como migrante.

El verano austral en Buenos Aires, Argentina, es sofocante; a esas horas de la madrugada el termómetro marcaba unos 24 grados centígrados, como en Colombia y sus días intensos de sequía en el entrañable e inspirador caribe macondiano. Mi corazón se acelera cuando veo los avisos de migración, esos puestos de control que dan la bienvenida o que te regresan en el vuelo siguiente a tus origines y a tus miedos y tragedias. Sabía muy bien que el ingreso no sería complicado, pero siempre hay temores, era mi primer viaje como migrante y no como turista, así que tenía la sangre bombeando a millones y mis ojos expresaban que estaba aterrado.

El hombre me pide el pasaporte, mira mi foto, observa por pocos segundos mi rostro de migrante asustado, luego digita algo en su computador, vinieron las preguntas y las respuestas apresuradas. Hay un silencio de dos segundos, pero yo siento que pasan horas y la mente ya me imaginaba en un avión de regreso a mi patria, a la que amo entrañablemente, pero en donde no quiero estar en estos momentos. Me regresa mi pasaporte, “bienvenido a la Argentina”“Entré”, pienso en voz alta y mi boca dibuja una sonrisa de triunfo. Mi primera victoria en el país.

Reclamo mis equipajes, camino unos metros y veo una puerta automática, esa que muchos cruzan sin pensarlo, sin darse cuenta lo que hay atrás. Al abrirse la puerta estaba la calle, estaba mi nueva vida. Esas puertas no significan nada para el turista, para el viajero ocasional, para la persona que regresa a su país, pero para el migrante es una prueba de fuego tremenda, es cruzar a lo desconocido, a lo que tienes que domar. Pongo mis cosas en el suelo, mis manos las aprieto con fuerza descomunal, regresa la sangre bombeando a millón, los nervios, el miedo y una lágrima sale de mi ojo izquierdo. Intento dos veces cruzar, no puedo, a la tercera agarro bríos de alguna parte, tomo mis maletas y cruzo la puerta. Estoy en el país. Estoy llorando y tengo mucho miedo.

Siento el calor, eso me da algo de tranquilidad, de sosiego; estaba llorando desconsoladamente. Tomo un autobús desde la terminal C hasta la parada de micros de Liniers. El viajé dura menos de una hora, me bajo en el punto exacto, estaba oscuro, pero el amanecer estaba cerca, por lo que el negro del cielo es un negro tímido y yo voy caminando entre camiones que descargan frutas y verduras. Tomo un taxi hasta la casa en donde me hospedaré unos días en Buenos Aires, voy mirando por la ventana como un niño, observando todo y ya con menos nervios.

En la casa me recibe una mujer de unos cuarenta y tantos, es blanca, de cabellos castaños y ojos parcialmente claros. Cuando abre la puerta me recibe con un abrazo de amistad eterna, pero era la primera vez que la veía. Ella es amiga de un amigo, no suele recibir migrantes, de hecho nunca lo hace, soy su primera excepción. Me enseña mi habitación, es muy cómoda, con una cama blanda y muy reconfortante. Las ventanas están abiertas, no hay viento, uno que otro mosquito y me quedo unos minutos dando vueltas en la habitación. Finalmente, me detengo a ver el cielo que ya es un telón azulado, el negro se va rompiendo y algunos pájaros ya cantan. Ha empezado el amanecer en la gigantesca Buenos Aires.

A las ocho de la mañana el termómetro alcanza unos 30 grados, desayuno ligero, no quiero que los nervios y una comida con muchas grasas me mantengan todo el día en el baño. Ella, la mujer que me ha recibido, a quien llamaré Claudia* en este intento de crónica, me lleva hasta una estación del subte (Metro), me da unas indicaciones y me meto con fuerza por esas escalares. El metro y sus ruidos metálicos sobre los rieles refuerzan la idea del migrante, ya que en mi ciudad no hay ese sistema de transporte. Al cabo de unos minutos me doy cuenta que estoy en el sentido contrario de las vías, duré mucho tiempo para darme cuenta. Me siento estúpido y vuelvo a subir las escaleras internas para bajar por el otro lado. A esa hora sonrío demasiado.

Buenos Aires es una ciudad hermosa, quizás sea la ciudad más hermosa que he visitado en mi vida, pero al mismo tiempo es caótica, volátil, es la ciudad de la furia y mientras la recorro siento una melancolía que lejos de meterme tristeza me pone feliz. Muchas de sus edificaciones son de estilo parisino, neoclásico, ecléctico y mi añoranza desbordada por lo pasado recibe mi primera recompensa en este viaje sin retorno, por los menos, no en un par de años.

Camino de un lado al otro, de La Recoleta a la Plaza General San Martín. Luego a la Casa Rosada, desde ahí por la Avenida de Mayo hasta el Congreso de la Nación. Me interno en el Palacio Barolo, por sus escaleras en caracol, sus pisos prístinos y brillantes, sus techos abovedados y esa elegancia de París con el caos de América Latina. Por un momento dejo de ser migrante, me visto de turista, tomo fotos, me maravillo con la arquitectura; son mis días de descanso antes de iniciar mi nueva vida.

En la tarde noche y paseando por Puerto Madero, la vida me recuerda de golpe que soy un migrante. No me atienden en un café, no comprendo las razones solo me quedo sentado en una mesa mientras sirven a todo el mundo menos a mí, quizás por mi color de piel (aunque soy parcialmente blanco), por mi acento o con certeza por mi mirada de migrante que a gritos le dice a todo el mundo que vengo para quedarme. Me canso de esperar, me levanto y cuando salgo descubro que llueve, el cielo se pone gris intenso y espero no sé qué sentando en unas escaleras que no llevan a alguna parte mientras la sonrisa se me borra y siento algo de tristeza

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