
Cuerpos y territorios en disputa ante el despojo en Cartagena
Mucho se ha hablado, escrito, hasta incluso cantado sobre cómo los barrios populares y periféricos viven situaciones de vulneración, empobrecimiento, marginación que responden a estructuras más grandes como la aporofobia y gentrificación, y es que para este sistema económico, el mismo que enriquece a unos pocos mientras excluye a muchas personas, necesita mantener estas desigualdades para sostener su idea de «progreso», un eufemismo que esconde la lógica depredadora del racismo estructural y el machismo arraigado, el cual, se refleja, ente otras cosas, en las cifras que arrojó el Sistema de Vigilancia en Salud Pública-Sivigila donde evidencia que para el año 2024 en la ciudad de Cartagena, se presentaron 699 casos de violencia física, 503 de violencia sexual y 69 de violencia psicológica.
En estas mismas calles históricas, esta lógica de doble moral se vive a diario: mientras los y las turistas disfrutan cócteles en rooftops con vista al mar, a las mujeres —en su mayoría empleadas de la economía popular y habitantes de barrios como San Francisco— las retiran y persiguen policías y funcionarios de la alcaldía por «invadir el espacio público o por no tener la reglamentación al día».
Muestra de lo anterior fueron los hechos que se presentaron el 24 de agosto de 2024, cuando funcionarios y funcionarias protagonizaron un altercado con artesanas en el barrio San Diego, al interior del Centro Histórico, así como se evidenció en una nota del medio El Heraldo, donde se refleja la negación del derecho al mínimo vital que sí reciben otros sectores. Pero cuando son los grandes restaurantes quienes ocupan las calles —incluso a pocos metros de estas situaciones—, obstruyendo el flujo peatonal y vehicular, no pasa nada, pues ellos y ellas pagan altos «impuestos» por usar ese mismo espacio que se les niega a las personas negras y de economías informales.
Por otro lado, son estos mismos grandes “empresarios” los que pretenden contratar a personas de la ciudad, pero las rechazan en empleos formales por «no verse presentables». Lo cual ha llevado a que los y las vendedoras informales denuncien afectaciones e irregularidades en el sistema, ya que manifiestan que los procedimientos en su momento eran irregulares.
Como efecto de esa clasificación entre lo formal e informal en los corredores de los hoteles, las y los jóvenes del barrio Nelson Mandela aprenden pronto la ecuación perversa: o aceptan contratos temporales sin prestaciones como botones o maleteros, o el sistema los empuja hacia economías informales que después se usarán para criminalizarles. Aquí el racismo no es abstracto: se mide en salarios desiguales por el mismo trabajo, en políticas que blanquean el territorio pero marginan a su gente, y en una estética corporativa que celebra lo negro como decoración, pero lo persigue como identidad.
El racismo y el machismo suenan aparentemente distintos, pero comparten un ADN común: la conversión de todo lo que no se ajusta a sus parámetros —cuerpos negros, territorios populares, formas de vida que no son ostentosas— en objetos desechables, borrables. La ciudad se transforma así en un espacio donde se experimenta la violencia diariamente. Aquí los megaproyectos inmobiliarios solo miran hacia los barrios afro-populares donde la mayoría de sus habitantes son jóvenes sin acceso a la educación superior, para emplearlos como obreros y mano de obra barata, ya que responden a los estereotipos de que los hombres negros son más fuertes, resistentes y que están hechos para ese tipo de trabajos. Son estos mismos proyectos los que luego les irán quitando sus territorios, obligándoles a vender sus casas porque su vida se vuelve insostenible en esos lugares.
El patrón es claro: primero se racializa el territorio, se marca como «zona de riesgo» o «área de oportunidad», luego se justifica su intervención con discursos de seguridad y desarrollo, y finalmente se desplaza a sus habitantes bajo promesas de inclusión que nunca llegan. Como bien señala el artículo de Diana Pinto: “Olaya Herrera les estorba” donde menciona que, «los planes de renovación urbana suelen desplazar a los más pobres, muchos de ellos negros o indígenas, bajo el discurso del ‘progreso”. Pero, esta mecánica no es casual, sino constitutiva de un modelo de ciudad que replica a escala urbana las jerarquías de la masculinidad hegemónica: así como esta última construye su identidad en oposición a lo femenino, lo queer y lo racializado, el urbanismo cartagenero define su ideal de «ciudad moderna» en contraposición a los barrios afro, convertidos en el otro indeseable que debe ser domesticado o eliminado.
Esta dinámica racista fue documentada en el capítulo «Procesos de resistencia ante transformaciones urbanas sin la gente» de la investigación “Trenzar la resistencia contra el racismo” del CINEP, donde logran evidenciar cómo los megaproyectos en Cartagena operan bajo una lógica de «limpieza social»: desplazan comunidades enteras bajo el pretexto del «mejoramiento», mientras el capital privado se beneficia.
Como señala el grupo de investigación local en alianza con el CINEP, «el deterioro de la laguna de El Cabrero debe ser oportunidad para recuperar el tejido social, no excusa para gentrificar». La clave está en que las comunidades no sean solo objetos de intervención, sino sujetos activos en la construcción de su territorio. El derecho a la ciudad no se negocia: se defiende con organización, veedurías y propuestas concretas desde los barrios populares.
La criminalización, perfilamientos y racialización de quienes se muestran en contra de estas formas de opresión siguen siendo muestras de cómo opera la violencia patriarcal, como una hegemonía que castiga, reprime y subordina a quienes se atreven a cuestionar el orden establecido.
Detrás de esta fachada de modernidad se esconde una paradoja devastadora: Cartagena, la ciudad que comercializa su herencia africana como atracción turística, es la misma que expulsa sistemáticamente a la población negra de sus espacios centrales. Según la misma investigación del CINEP, “el 65% de los desplazados por megaproyectos entre 2012-2019 fueron afrodescendientes, mientras que en barrios como Marbella se usó el «embellecimiento» para reemplazar vendedores tradicionales con zonas gourmet”. Esta contradicción revela la esencia perversa del sistema racial: lo negro es valioso como mercancía cultural (como lo prueban los carteles turísticos con personas negras, afro y esculturas de palenqueras en el centro histórico), pero intolerable como sujeto político con derechos territoriales.
En ambos casos, se trata de una relación extractiva que consume identidades mientras niega humanidad: la misma ciudad que vende «autenticidad afro» es la que persigue a las vendedoras ambulantes y desplaza familias enteras con planes parciales que, como advierte la investigación anterior, convierte a los y las habitantes en «objetos de intervención, no sujetos de derechos».
Movimientos sociales y sus resistencias en la defensa del territorio
En Cartagena, la resistencia de las juventudes negras escribe su propia historia frente a la maquinaria de despojo. A pesar del perfilamiento racial, la criminalización sistemática y los asesinatos como el de Harold Morales —joven negro ejecutado por la Policía Nacional—, los barrios se niegan a ser borrados del mapa. La Mesa del Movimiento Social de Mujeres de Cartagena y Bolívar ha documentado esta violencia: «La policía no protege, criminaliza. «Es la herencia colonial que sigue viendo lo negro como delito», denuncian, señalando cómo en San Francisco, Olaya o Pozón, cualquier reunión de jóvenes en lavaderos o peluquerías se convierte en blanco de operativos. El Colectivo Cultural El Tropelín de la Universidad de Cartagena revela la doble vara de este racismo: «Mientras el abuso policial al actor Kendrick Sampson en el Centro Histórico generó indignación en redes, en nuestros barrios la violencia policial es rutina. La sociedad asume que en San Francisco «algo habrán hecho», pero en Bocagrande son «víctimas».
Esta lucha tiene múltiples frentes: el Colectivo Popular Contextos trabaja incansablemente acompañando a jóvenes negros perfilados racialmente y a familias de víctimas de violencia policial, mientras impulsa acciones de incidencia y denuncia, como en el emblemático caso de Harold Morales. Su labor expone cómo estos crímenes no son hechos aislados, sino consecuencia de sistemas entrelazados de opresión racial y mandatos patriarcales que convierten a los cuerpos negros en blancos de control y exterminio.


Cada día será necesario cuestionar los sistemas, siendo una lucha constante que además lleva a replantearnos cómo desde nuestras narrativas seguimos naturalizando y replicando que lo popular es algo a corregir, que lo que se sale del mandato patriarcal es digno de ser oprimido y borrado.
Estas luchas han venido siendo reivindicadas a lo largo de la historia, desde los movimientos feministas, y hoy por hoy una de sus corrientes, como lo son sus vivencias como mujeres negras (afros), desmonta estas piezas de los mitos de la masculinidad y le abre paso para que los mismos hombres puedan cuestionar la hegemonía y los patrones que se replican sin piedad en una ciudad que muestra el abuso, la violencia como “progreso”.
En última instancia, el destino de Cartagena como ciudad inclusiva, negra y en resistencia dependerá de su capacidad para escuchar estas voces que, desde la periferia, lo popular y barrial, reclaman el derecho a existir sin tener que pedir permiso. Mientras tanto, cada familia desplazada, cada esquina de la ciudad que se vuelve insegura para las juventudes negras, nos recuerda que el racismo y el patriarcado siguen siendo los arquitectos invisibles de demasiados «futuros de progreso».
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