Los gobiernos latinoamericanos están muy preocupados por la propagación del COVID-19. La vida pública está paralizada y cada vez en más países hay toques de queda.
El coronavirus arribó a un territorio donde, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el 30,1% de sus 629 millones de habitantes es pobre y de los cuales el 10,7% vive en la miseria. Como si fuera poco, la Organización Informal del Trabajo indicó que la tasa de informalidad laboral era del 53% en el 2018, afectando a unos 140 millones de trabajadores. El agravante radica en que esta es una región donde el acceso a agua y jabón, que son la principal arma contra la pandemia, no está garantizada universalmente, no sólo en zonas rurales, sino también en asentamientos pobres urbanos.
Estos indicadores han convertido a la región en la más desigual del mundo, según la Organización de las Naciones Unidas, lo que ha llevado al malestar colectivo de los y las jóvenes y las clases medias urbanas en muchos países en los que se han realizado protestas y revueltas en los últimos meses; por motivos diferentes, pero con un aspecto en común: un fuerte rechazo a instituciones y gobiernos. Chile, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Guatemala son los casos más recientes, pero también se mantienen las crisis de Nicaragua o Venezuela, donde al igual que en Cuba, la información sobre el alcance de la enfermedad no es suficiente.
Aún y con todos esos problemas, los dirigentes de los países que conforman Latinoamérica, han tomado medidas a tiempo para evitar la propagación de la epidemia, teniendo como referentes los casos europeos en los que la enfermedad alcanzó un gran número de contagios. Pero, aunque en estos países se esté reforzando los precarios sistemas de salud, instalando hospitales de campaña y anunciando pequeñas ayudas económicas a los más pobres para evitar un acabose, serán justamente estos últimos los más afectados.
A este panorama, se suma el temor de los gobiernos que la pandemia resulte en revueltas sociales, con violencia y saqueo, en medio de una crisis económica que, si en el continente europeo puede ser subsanada con la intervención de los estados, en Latinoamérica tiene efectos inmediatos en el bolsillo de decenas de millones de personas como consecuencia del frenazo productivo y la imposibilidad de generar ingresos, para cumplir con la cuarentena.
Es así que, la fragilidad de los países latinoamericanos para responder a esta temerosa situación, tanto en la área sanitaria como en la social y económica, es el resultado de décadas de abandono institucional; de casi inexistentes ingresos fiscales; de resistencia de las oligarquías a pagar más impuestos y de la incapacidad colectiva de sus gobernantes para construir un Estado libre de corrupción.