A 95 años del gran García Márquez, un nuevo mundo en nuestras manos

El 6 de marzo de 1999, Gabriel García Márquez estaba tomando una taza de café en una terraza del barrio latino; frente a él, flores primaverales se movían con lentitud por aquellos aires festivos del renacimiento tras los despiadados meses del invierno europeo. Al mirar por medio de sus lentes gruesos con montura de carey, observa una hoja de papel en la que hay ideas y muchos tachones intensos, los remarca con un lápiz azul cielo que aprieta entre sus dedos, mientras recoge más ideas de lo profundo de su vasta imaginación. En medio de aquel revuelto de frases, hay una que está escrita con fuerza y tiene una línea que la resalta en la parte inferior. “América está hecha de los desperdicios de Europa”.

La máxima es de Giovanni Papini, un italiano que en sus primeros años fue ateo hasta el tuétano, y luego pasó a ser un apasionado cristiano que iba a misa encorbatado los domingos en la tarde. Cuando García Márquez terminó el texto, lo tituló Ilusiones para el siglo XXI, y lo fechó bajo el 8 de marzo de 1999, dos días después de su cumpleaños y de aquel café tibió servido en París.

García Márquez se consideraba poco prolijo para los discursos, de hecho, tenía un cierto rechazo por la oratoria; aquellas artes de enamorar a los espectadores bajo unas palabras protocolarias, con asistentes encorbatados y vestidos de lentejuelas, nunca fue su fuerte. Muy a pesar de esto, escribió discursos memorables, como aquel dado en la Casa de Conciertos de Estocolmo al recibir su premio nobel. O, cuando fue llamado por la Unesco y el Banco Interamericano de Desarrollo para abrir una reunión solemne. Esas palabras, y como anteriormente quedó remarcado, tenían como fecha el 8 de marzo, el mismo día de apertura del evento.

A pesar de su rechazo por escribir discursos, pero siguiendo su férreo apego por la solemnidad de las cosas, subió al pulpito y declamó unas bellas palabras. Trató, como en todos sus discursos, de vender la idea de la supremacía del género humano, de la virtud de la juntanza, y de creer que la América Latina era una pobre gran nación que se intentaba armar en medio de una tardía edad media. Sus espectadores eran un grupo de jóvenes, todos con aires caribes como aquella voz que retumbaba por los alto parlantes. Su público respondía con silencio y atención desmedida por aquellas palabras venidas del genio martirizado por la soledad y la muerte.

Somos aquella ilusión de un pequeño género humano, somos los hijos de García Márquez y en nosotros está recordarlo construyendo un nuevo y mejor mundo por los siglos de los siglos.

Durante todos sus 87 años de vida siempre tuvo presente la agonía de su patria grande, de la podredumbre que marcaba en las calles a los desventurados y de los venidos a menos; siempre creyó que una sola vida no le sería suficiente para decirnos que hiciéramos algo por América. Le imploró a los líderes mundiales bajo los designios de Damocles, que por primera vez dejaran la arrogancia y desarmaran al mundo entero. Aquellos cien años, aquel tiempo de inicio y de fin del mundo, los recordaba cuando sentía que menos vida le quedaba, por ello, hoy, en el festejo de su natalicio, no nos queda otra cosa que recordar que los designios de nuestro pasado y de la historia por escribirse están en nuestras manos y en la certeza de un nuevo y mejor mundo.

La reivindicación del amor, la desventura del rechazo, el desenfreno de las pasiones, la locura que desatan las luchas intestinas, pero que nos acercan a nuestros designios, son el comienzo de aquel nuevo mundo ávido por reconfigurarse y dejar de ser las sobras de Europa. No nos queda más camino, de hecho, se ve el final del camino para hacernos del coraje suficiente para asumir el rumbo de las cosas y dejar huella en la tierra.

Quizás, en cada cumpleaños, García Márquez soñaba con mundos distintos, imaginaba segundas oportunidades sobre la tierra y hasta siguió navegando por el río Magdalena, mientras Fermina y Florentino se deshacían en amores. Quizás, esta fecha deba servir para entender que nuestra historia no es inferior a la del viejo mundo, que nuestra ilustración está ahí, latente y volando a ritmo de vallenatos, cumbias, joropos y chirimías. Somos aquella ilusión de un pequeño género humano, somos los hijos de García Márquez y en nosotros está recordarlo construyendo un nuevo y mejor mundo por los siglos de los siglos.

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