Textos e investigación periodística: María Luna Mendoza.Ilustración y Diseño: Nathali Cedeño.Fotografía y video: Bernardo Restrepo.
Las autoras de este trabajo periodístico pertenecen al Centro de Alternativas al Desarrollo (CEALDES), asociación que respaldó la producción del reportaje.

Zona de Reserva Campesina La Guardiana del Chiribiquete: la propuesta de campesinos excocaleros para detener la concentración de las selvas en Guaviare

 

Tras dejar de cultivar hoja de coca y padecer las dificultades de un programa de sustitución que pasó por alto el ordenamiento ambiental de sus territorios, casi mil familias vecinas del parque nacional natural más grande de Colombia insisten en consolidar las iniciativas de conservación ambiental con las que se resisten al acaparamiento de tierras amazónicas e intentan frenar el avance de la frontera agrícola. Hoy, desde sus fundos y veredas, a orillas de los ríos Unilla e Itilla, construyen un proyecto de reordenamiento territorial que les permita permanecer en su región para conservarla.

Cuando salió de Casanare, Tito Roldán tomó la decisión más difícil de su vida: retirarse del liderazgo social y ambiental que emprendió cuando las petroleras y los monocultivos de palma aceitera se consolidaron en Villanueva, el pueblo donde creció. Estaba resuelto. Por primera vez el temor y el cansancio le pesaron más que la convicción de denunciar los atropellos de las empresas que se instalaron en su territorio y, como nunca antes, sintió que las amenazas de los grupos armados se hicieron más grandes que su causa: la de acompañar las iniciativas organizativas de personas que, como él, terminaron trabajando para esos proyectos económicos que lo acapararon casi todo: las tierras, los ríos, los esteros, las otrora sabanas comunales, el trabajo campesino y las instituciones públicas locales.

Desterrado de los Llanos, Tito se marchó en el 2011 a La Primavera, una vereda de Calamar (Guaviare) a donde llegó con sus cuatro hijos y con la intención de no seguir huyendo. Buscó refugio en casa de su hermano. Luego, se hizo a una finca pequeña que, a falta de dinero, pagó a punta de jornales en un cultivo de hectárea y media de coca. Llevó a sus hijos a la escuela, sembró cultivos de pancoger para asegurar su alimentación, armó una casa y, con el tiempo, reconsideró su renuncia al liderazgo comunitario.

Menos de un año había pasado desde su llegada a la vereda cuando lo eligieron presidente de la Junta de Acción Comunal. Eran tiempos difíciles para las comunidades campesinas de la región de los ríos Unilla e Itilla, donde está La Primavera y en cuya confluencia nace el río Vaupés. En el 2012, enfrentaban una grave crisis humanitaria y económica ocasionada por los operativos militares de erradicación forzada de cultivos de coca y por la imposibilidad de transitar hacia otras economías en medio de un conflicto armado degradado y en la ausencia –casi total– de la institucionalidad civil del Estado. “Llegaban las tropas del Ejército, arrancaban las matas, dejaban todo hecho caos, se iban y, a los pocos días llegaba otra tropa, igual o más agresiva, a seguir arrancando esas matas que le habían dado a la gente lo que el Estado nunca había podido garantizarle: comida, vivienda, escuela y un poco de estabilidad”, cuenta Tito.

Las comunidades se organizaron para resistir los operativos de erradicación. Cada vez que el Ejército llegaba, salían, en una especie de minga de la resistencia, a rodear, como una muralla humana, el cultivo que la tropa se proponía erradicar. Unos vigilaban, otros tocaban el tambor que anunciaba la llegada de los militares, otros corrían a avisarles a los vecinos para que salieran de sus casas. Todos –hombres, mujeres, jóvenes y ancianos– participaban en estos actos de resistencia porque todos –sin importar si trabajaban directamente o no en el cultivo– dependían de la hoja de coca para subsistir. El Ejército –recuerda Tito– no tardó en señalar sus protestas como acciones “narcoguerrilleras”. “Con más veras se justificó la represión de unas movilizaciones que, para darse, nunca necesitaron más que la desesperación que sentía la gente al ver sus chagras arrancadas”, dice el líder campesino.

Hitos de la vida de Aurelio

Del “encontrémonos para aguantar” al “encontrémonos para soñar”

La desesperación se convirtió en cansancio y la vida comunitaria –permanentemente volcada a la resistencia a las intervenciones militaristas contra la coca y sus cultivadores– causó un desgaste social generalizado. Pero en el 2016, en vísperas de la firma del Acuerdo Final de Paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc, las comunidades de los ríos Unilla e Itilla vivieron un despertar organizativo que, en palabras de Tito, las movió del “encontrémonos para aguantar al encontrémonos para soñar”.     

Poco antes de su firma, las comunidades campesinas conocieron el contenido del acuerdo en jornadas pedagógicas que se organizaron en las veredas. Vino, entonces, el entusiasmo por la paz y, con éste, el desafío de fortalecer la organización comunitaria en la región. El “encontrémonos para soñar” del que el líder campesino habla se concretó, primero, en la creación de comités agrarios en las veredas. Cada comité, cuenta Maricela Silva, otra campesina de la región, tenía tres representantes que, delegados por las Juntas de Acción Comunal, empezaron a reunirse con el propósito de impulsar la implementación de la Reforma Rural Integral propuesta por el acuerdo y de la sustitución de cultivos de uso ilícito.  

En esos encuentros surgió la idea de fundar una asociación para que las comunidades pudieran movilizar articuladamente sus iniciativas de tránsito hacia otras economías, pero también sus alternativas de conservación ambiental. “Teníamos mil incertidumbres y una certeza: que lo que sea que viniera con la paz lo construiríamos juntos, organizados y con la mirada puesta en el cuidado de nuestro vecino: el Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete”, cuenta Tito.  

Movidos por esa certeza, el 26 de agosto del 2017 casi cuatrocientos campesinos reunidos en la casa comunal de la vereda La Ceiba, crearon la Asociación de Campesinos y Trabajadores de la Región de los Ríos Unilla e Itilla (Ascatrui). 

Le esperanza volvió a tener más espacio que el miedo en la vida de Tito y del resto de líderes campesinos del territorio. Ascatrui –dicen– era el resultado de todas las intenciones que la guerra les había obligado a aplazar: la de juntarse a conversar sin miedo, la de nombrar en voz alta los sueños que tenían para la región, la de sentarse a planear lo que querían para sus familias y sus tierras, la de pensar colectivamente el cuidado del Chiribiquete y, sobre todo, la de asociarse para facilitar la construcción de sus también postergados planes de vida campesina. 

Dejar la hoja de coca: una decisión comunitaria, autónoma e irreversible

De Ascatrui hacen parte catorce veredas habitadas por campesinos que se asentaron en el sur de Calamar desde la década de 1970. El cultivo de hoja de coca fue, desde entonces, el principal motor de su economía, pero no el único. Jorge Veloza –líder de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc) y uno de los primeros colonos de Calamar– cuenta que las comunidades de la región han vivido en una permanente “búsqueda de alternativas”. “Es verdad que la coca fue el motor del sustento, pero también fue el motivo de casi todos nuestros miedos y tragedias. Ser siempre vistos y tratados como narcos y enemigos del Estado agobia. Por eso, si el cultivo de hoja coca fue una constante, la necesidad de abandonarlo también lo fue”, dice Jorge.

La búsqueda de la que habla Veloza pasó por un sinfín de iniciativas de agricultura, pesca y pequeñas ganaderías; por la participación en programas de cooperación internacional que pretendieron impulsar otro tipo de cultivos e, incluso, por programas gubernamentales como el Plante y Pa’lante con el que, en los años 90, se intentó promover otro tipo de economías en regiones cocaleras. La búsqueda, sin embargo, conducía siempre al que Veloza llama el “callejón sin salida de los excesos y las carencias”. “Por un lado, teníamos el exceso de políticas represivas y militaristas para el territorio: fumigaciones, erradicaciones forzadas, cárcel y plomo para los campesinos cultivadores. Por otro lado, teníamos la carencia de políticas agrarias serias y completas. En un terreno así, no hay cultivo ni idea alternativa que germine”, señala Veloza.

En el 2016, las comunidades que conforman Ascatrui tomaron la decisión definitiva de dejar de cultivar hoja de coca y, en el 2017, se suscribieron al Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de uso Ilícito (Pnis), que nació después de la firma del Acuerdo de Paz.

El primer diálogo que tuvieron con funcionarios encargados de la sustitución fue el 19 de febrero del 2017. A la reunión –recuerda Óscar Tapias, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Brisas del Itilla– fueron convocados para discutir y construir acuerdos sobre el desarrollo del Pnis en la zona. Sin embargo, más que un escenario de construcción de consensos, lo que encontraron fue un monólogo-exposición de una ruta a seguir definida en las oficinas de la Dirección Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito que lideraba el exministro Eduardo Díaz, en Bogotá.

Ese día, cuentan Óscar y Tito, hubo un primer desacuerdo entre campesinos y delegados del Estado: “Ellos nos hablaban de la sustitución –casi inmediata– de unos cultivos por otros: arranque estas matas, siembre otras, siga adelante y se acabó. Nosotros les decíamos que no era así de simple y les hablábamos de una transición gradual e integral de una economía a otras. También les decíamos que la erradicación (ahora hecha con manos campesinas y no con manos militares) no era suficiente y que la arrancada de las matas necesitaba, también, del resto de la Reforma Rural Integral. ¿Qué pasaba, por ejemplo, si yo limpiaba toda la coca y sembraba, en su reemplazo, chontaduro o cacao, pero no tenía ni el título de mi tierra ni una carretera decente para sacarlos al pueblo y venderlos?”

En el libro Los debates de La Habana: una mirada desde adentro, el periodista Andrés Bermúdez Liévano explica que una de las discusiones más importantes sobre los cultivos de uso ilícito en los diálogos de paz tuvo que ver con la gradualidad de su erradicación y sustitución. Mientras los negociadores de las Farc insistían en que estos debían ser procesos graduales y progresivos, los del Gobierno argumentaban que la gradualidad no es admisible por dos razones: En primer lugar –escribe Bermúdez– “porque el Estado no puede legalmente –ni tampoco éticamente– invertir recursos públicos en personas que están inmersas en una actividad ilícita, como sería el caso si los productores continuaran cosechando y vendiendo la hoja de coca o sus derivados”. Y, en segundo lugar –agrega el periodista– porque, para el Gobierno, “la presencia de cultivos de uso ilícito atrae a grupos criminales y eso supondría –a corto y a mediano plazo– un riesgo de seguridad no sólo para las comunidades y los funcionarios encargados de los programas de apoyo, sino también para los integrantes de las Farc tras haber dejado las armas”.

 

 

Los campesinos de Ascatrui manifestaron sus preocupaciones frente a los argumentos que, finalmente, impidieron la gradualidad de los procesos de erradicación y sustitución, pero, como lo señala Tapias, la ruta de la sustitución ya estaba trazada y por esa ruta todos terminaron avanzando.

En un informe sobre la implementación del Pnis en Guaviare, investigadores de la Corporación Viso Mutop se refieren a una cadena de hechos que, desde su puesta en marcha, dificultaron el desarrollo del programa de sustitución en el departamento. La reunión de la que hablan Tito y Óscar hizo parte de una serie de encuentros que organizó la Dirección Nacional de Sustitución tres meses antes de que se formalizara la creación del Pnis a través de un decreto presidencial. En esas reuniones –explican los investigadores– se lograron acuerdos con aproximadamente doce mil familias de Guaviare y el sur de Meta.

Luis Felipe Cruz Olivero, investigador de Dejusticia, dice que la manera como se hicieron esos pactos fue poco cuidadosa. “Veíamos al entonces director de Sustitución de Cultivos Ilícitos corriendo de un lado a otro a firmar acuerdos colectivos en los que no se consideraron con suficiente rigor las particularidades de las comunidades y de los lugares donde se iba a implementar el Pnis”, comenta Cruz.

Pocos meses después, los acuerdos que se firmaron colectivamente fueron individualizados y vueltos a suscribir familia por familia, lo que causó atrasos en la implementación del programa y fracturó la confianza que los campesinos tenían en él. “La lentitud institucional, los trámites burocráticos, la lenta gestión de los recursos y la falta de procedimientos y protocolos desnudaron un Estado que no estaba listo para llegar a los territorios. La institucionalidad civil –nunca tan rápida y eficiente como la militar– llegaba rezagada a hacer anuncios, con mínimo personal y sin ejecutorias rápidas”, escriben los investigadores de Viso Mutop.

A pesar de los tropiezos, las comunidades de los ríos Unilla e Itilla, en Calamar, se mantuvieron firmes en la decisión de no cultivar más hoja de coca. Era una decisión irreversible. Y eso también tuvieron que aclarárselo al Frente Primero de las Farc, que no se acogió al Acuerdo de Paz y que les solicitó a las comunidades no participar del programa de sustitución. “Nuestra elección también fue la de mantener la autonomía de la asociación y la de cada decisión que allí tomáramos, incluida la de dejar de cultivar coca. Hicimos, nuevamente, asambleas en las veredas y escribimos actas comunitarias en las que expresábamos nuestra voluntad para avanzar en el programa. Hicimos conocer esas actas al grupo armado que se quedó en el territorio y que, finalmente, tuvo que respetar la voluntad de la gente”, recuerda Tito.

La conservación del Chiribiquete: un desafío mayor

Todos tenían algún proyecto en mente. Maricela Silva, en Caño Caribe, había empezado a sembrar cacao antes de firmar el Pnis y tenía la esperanza de que, en adelante, ese sería “el cultivo de su vida”. Véiler Peña, un joven campesino de veinte años, exploraba, junto a sus amigos del pueblo, la posibilidad de trabajar las fincas de las riberas del río Unilla, donde abundan las palmas de asaí. En La Esmeralda, Luis Vaca y Pablo Peña se dedicaron a aprender sobre el manejo de viveros, y en Puerto Cubarro y Puerto Polaco varias familias campesinas, lideradas por Aurelio Zapata, empezaron a consolidar la idea de aprovechar sosteniblemente los árboles maderables del bosque. Otros quisieron criar pollos y cerdos y montar pequeñas ganaderías lecheras, y un grupo de campesinas jóvenes empezó a imaginar una cooperativa de artesanas de la selva. Tito, en La Primavera, y Óscar, en Brisas del Itilla, vieron en sus pedazos de manigua la posibilidad de impulsar proyectos de ecoturismo, y Diofanol Aguirre, hoy presidente de Ascatrui, puso su empeño en las parcelas de restauración ecológica para recuperar tierras deforestadas y lograr que, en sus palabras, “el bosque le gane espacio al potrero”.

La paz –dice Óscar Tapias– les trajo un desafío todavía mayor al de la sustitución: “De repente recayó en nosotros la responsabilidad de cuidar el pulmón del mundo. La asumimos convencidos de que ser vecinos del Chiribiquete no es cualquier cosa y nos sumamos a la preocupación mundial por la Amazonia. Supimos que nuestras voluntades no bastaban para protegerla, pero intentamos movernos en esa dirección”, cuenta el campesino.

Emprendieron, entonces, la tarea de monitorear o explorar los bosques de sus fincas para entender mejor su fauna, sus árboles, sus semillas, sus suelos y sus aguas. Observaron. Tomaron nota y recibieron clases para aprender a observar mejor. Registraron cada jornada exploratoria. Descubrieron nacederos de agua y nuevas plantas medicinales cerca de sus hogares. Supieron que sus fincas son la casa del águila harpía y de roedores que no habían visto antes. Decidieron que ciertas áreas de los bosques serían “parcelas de investigación”, es decir, lugares para conocer y analizar el crecimiento de los árboles y los tiempos del agua de los caños. Identificaron el tipo de semillas que había en cada finca. Las recolectaron y las llevaron al vivero que construyeron en la sede de Ascatrui, en la vereda La Esmeralda, donde germinan las plántulas de frutales amazónicos como asaí, arazá, borojó, copoazú, cocona y moriche, con las que se reforestan las “tierras desmontadas”.

En marzo del 2018 el entonces alto consejero para el Posconflicto, Rafael Pardo, y el exdirector de la Dirección para la Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, Eduardo Díaz, declararon a Guaviare como el primer departamento exitoso en sustitución. “Si el propósito del proceso era arrancar matas, razón había para hacer anuncios de éxito por parte de la Presidencia”, señalan los investigadores de Viso Mutop.

Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos de Uso Ilícito de Naciones Unidas (Simci), a fines del 2016 había 6.838 hectáreas de hoja de coca sembradas en el departamento. Las familias que se acogieron al Pnis tenían influencia sobre más del 90 % de esos cultivos. En la primera verificación, UNDOC certificó el levantamiento de 2.583 hectáreas y, en la segunda, el de 1.285. En sólo cuatro meses, según el Simci, el 56 % de la coca en Guaviare había sido erradicada voluntariamente por las familias que firmaron acuerdos voluntarios de sustitución. En diciembre del 2020 –casi tres años después de iniciado el programa– 7.217 familias continuaban suscritas al Pnis en Guaviare y, según los reportes de UNDOC, el porcentaje de rebrote o resiembra era solo del 0,2 %.

“Lo que se pudo evidenciar en terreno fue el compromiso de las familias campesinas por honrar su palabra en una concertación intracomunitaria que no implicó amenazas, ni operaciones militares o policiales”, comenta Pedro Arenas, cofundador de Viso Mutop y una de las personas que más han seguido el fenómeno de los cultivos de uso ilícito en Colombia. Sin embargo, como dice Tito, “que la gente haya persistido no quiere decir que no haya padecido”.

El bosque de cada uno se convirtió en el bosque de todos

Aurelio y su comunidad fundaron, entonces, la Cooperativa Multiactiva Agroforestal del Itilla (Coagroitilla) y, a través de ella, juntaron fundos, bosques, voluntades de conservación y un gran acervo de trayectorias comunales de cuidado de las selvas. “Para tener un permiso de aprovechamiento forestal era necesario tener las escrituras de nuestros pedazos, cosa que no tenemos por estar en tierras de Ley Segunda. La solución fue juntarnos y pedir el permiso como el colectivo que somos. Nos lo dieron. El bosque de cada uno se convirtió, entonces, en el bosque de muchos”, recuerda Aurelio. 

Veintitrés familias campesinas —hace algunos años cultivadoras de hoja de coca— conformaron, en 2019, una comunidad de cuidado de los bosques en Puerto Cubarro y Puerto Polaco, la vereda vecina. Desde entonces, trabajan en varios núcleos de desarrollo forestal distribuidos en 6.250 hectáreas de bosque (una pequeña parte de lo que campesinos del sector conservaron y “mantuvieron de pie” en los últimos 45 años). Su trabajo consiste en aprovechar sólo seis árboles por hectárea cada año y sembrar diez por cada árbol aprovechado durante los próximos 25 años. Simultáneamente trabajan en la recolección de semillas de especies nativas, en la construcción de viveros donde germinarán plantas para la restauración ecológica de los fundos, en sus cultivos de pancoger, en pequeñas ganaderías lecheras y en la cría de aves y porcinos. 

A pesar de las dificultades para comerciar la madera (por falta de vías, por escasez de recursos para transportarla, porque para sacarla se requieren permisos ambientales que se tardan mucho en ser aprobados, etc.) el proyecto avanza. Las familias asociadas a la Cooperativa eligieron no volver a cultivar hoja de coca y están rediseñando sus fincas para que cada actividad (incluida la lechería y el cultivo de alimentos) contribuya al propósito mayor de salvaguardar el Chiribiquete mientras habitan, trabajan y permanecen en sus territorios, que hoy son especialmente vulnerables al acaparamiento de tierras por parte de compradores que, con grandes capitales, pero sin rostro, se empeñan en comprar y concentrar tantas fincas campesinas como sea posible para desplegar allí grandes proyectos ganaderos. 

Primeros operadores logísticos contratados para la implementación del PNIS

Comunidades decepcionadas y angustiadas, pero no sorprendidas

Decepcionadas y angustiadas, pero no sorprendidas. Así se sentían las comunidades de los ríos Unilla e Itilla con el tropezado devenir del Pnis. Decepcionadas –dice Tito– porque la ilusión de que las cosas funcionaran fue grande y movilizada por los campesinos con el viejo deseo de habitar estos territorios de formas diferentes. Angustiadas porque sostenerse en la decisión de no volver a sembrar coca implicó enfrentar una grave crisis económica. Y no sorprendidas porque, en sus palabras, “la falta de diligencia y el irrespeto del Estado se sienten como costumbre en la región”.

Tito señala que casi nadie habla de lo que significó arrancar las matas de un cultivo que, como cualquier otro, generó en los campesinos un vínculo importante con la tierra, sus fundos y los vecinos. Ilegal, pero socialmente legítimo, el cultivo de hoja de coca estructuró la vida de las comunidades y las familias que se dedicaban a él. En la economía cocalera habían encontrado la manera de amortiguar sus carencias, de satisfacer sus necesidades más elementales, de movilizar proyectos de vida (especialmente de estudio y vivienda) e incluso –como le pasó a Tito– de refugiarse de las violencias que los expulsaron de sus regiones de origen.

Desde el punto de vista económico, arrancar las matas no fue fácil. Pero tampoco lo fue desde los puntos de vista social y afectivo, cuestiones que –como lo sugiere la economista y socióloga Estefanía Ciro, que ha estudiado las economías cocaleras en Caquetá y que lideró el equipo que estudió la política de drogas en la Comisión de la Verdad– no se pueden ver ni entender a través de los lentes de las políticas contra las drogas, que, al imponer las narrativas del “narco”, el “cartel” y la “mata que mata”, niegan y ocultan la complejidad de las historias, las vidas y los afectos que se juegan en los cocales.

Un programa de sustitución que no consideró el ordenamiento ambiental de los territorios

Con la llegada de Iván Duque a la Presidencia de Colombia, la implementación del Pnis quedó casi suspendida. Su gobierno se tomó más de un año para revisar, reestructurar y reorganizar el programa, al que tampoco le asignó claros responsables políticos. El investigador Pedro Arenas sugiere que, como ocurrió con otras experiencias de sustitución de cultivos, no hubo una lectura de la realidad económica campesina ni del contexto amazónico y las limitantes ambientales: “Nuevamente las decisiones se centralizaron en Bogotá; es decir, nuevamente los términos de referencia del programa fueron rediseñados por técnicos sin atender a tiempo a los campesinos, lo que se agravó por una lectura tecnócrata asociada a cronogramas y rigideces institucionales”, señalan los investigadores de Viso Mutop.

Sólo en el 2021 el gobierno de Duque se dispuso a poner en marcha la tercera y más sustancial de las etapas del Pnis, es decir, la de la implementación de los proyectos productivos para los que cada familia recibiría un total de diecinueve millones de pesos. Vinieron, de nuevo, los excesos y las lentitudes burocráticas. En los territorios se inició un proceso de recaracterización de las familias y, en Bogotá, se inició la gestión de los recursos y la licitación de los nuevos operadores del programa.

Los operadores seleccionados para atender a las familias en Guaviare fueron Consorcio Grupo Max de Orinoquia, Consorcio para Impulsar el Crecimiento Ambiental (Cidmag), Consorcio Progreso Verde y Consorcio Amazonia 2021. Esta vez, los contratos estuvieron a cargo de la Agencia de Renovación del Territorio (ART) con la Dirección de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito. Los operadores recibieron el 10 % de anticipo y sus contratos incluyeron el valor de los proyectos productivos de ciclo corto (nueve millones por familia), el costo de la asistencia técnica que brindarían y el de la administración de los recursos.

En julio del 2023, los operadores casi no habían avanzado en sus actividades por razones parecidas a las que obstaculizaron el trabajo de los anteriores. Pero un problema adicional y todavía más difícil de resolver apareció en regiones como la de los ríos Unilla e Itilla, donde la puesta en marcha de los proyectos productivos se vio truncada por el ordenamiento ambiental del territorio, que obstaculiza la inversión pública del Estado, limita las prácticas agropecuarias y niega la posibilidad de titular las tierras a sus habitantes.

“Cuando firmamos los acuerdos de sustitución voluntaria, nadie mencionó que vivir en tierras que hacen parte de la Zona de Reserva Forestal de la Amazonia iba a ser un impedimento para el desarrollo del Pnis. Pasados los años, nos dijeron que aquí nada se podía hacer y que los proyectos que habíamos propuesto quedaban suspendidos. Es agosto del 2023. No tenemos coca, pero tampoco alternativas. Ahora el problema no es sólo el Estado incumplido e ineficiente, sino también el Estado torpe que no se dio cuenta a tiempo de las contradicciones que había entre las normas ambientales y el programa de sustitución que puso a medio andar”, dice Tito.

Operadores contratados por el Gobierno de Iván Duque para la implementación del PNIS

Fuente:Informe presentado ante la Asamblea del Guaviare por funcionario de la DSCI-ART. Abril de 2023. (Citada por Viso Mutop en su informe)

Contratos de uso de tierras: una torpeza para enmendar otra torpeza

El cultivo de hoja de coca es uno típico de fronteras agrícolas expandidas que se ha extendido por Zonas de Reserva Forestal y también por Parques Nacionales Naturales. De acuerdo con el Simici y con el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), en el 2016, el 31 % de las 146.140 hectáreas de coca en el país estaba dentro de Zonas de Reserva Forestal de Ley Segunda. Ese año, 5.850 de las 6.838 hectáreas de coca sembradas en Guaviare estaban dentro de la Zona de Reserva Forestal de la Amazonia.

No era un dato menor que, ad portas del inicio del Pnis, el 85 % de hectáreas de coca en el departamento estuviera en zona de reserva forestal Tipo A y Tipo B, en donde sólo son legales las actividades científicas para la restauración ecológica, la investigación sobre biodiversidad, el aprovechamiento sostenible de la fauna y los bosques, entre otras actividades relacionadas con el mantenimiento de los procesos ecológicos. “Los datos se conocían y las investigaciones existían, pero la Dirección de Sustitución de Cultivos las ignoró e intentó –fallidamente– poner a andar proyectos productivos que no se correspondían con el ordenamiento ambiental de Guaviare”, dice Luis Felipe Cruz Olivero, de Dejusticia.

Para enmendar la torpeza –cuenta el líder campesino Óscar Tapias–, el Gobierno les propuso firmar los contratos de uso de tierras, un instrumento jurídico creado y reglamentado por la Agencia Nacional de Tierras (ANT) en el 2018 con el propósito de regular la “ocupación” de zonas que no pueden ser tituladas a sus habitantes –como ocurre con las Zonas de Reserva Forestal–. Esos contratos definían a los campesinos como “usuarios de tierras baldías” y les concedían la posibilidad de “usarlas” por un período de diez años prorrogables a treinta, siempre y cuando el uso que les dieran fuera coherente con la normatividad ambiental y con una larga lista de condiciones y prohibiciones que restringían de manera estricta y categórica el uso de las tierras.

Jhoana Moreno, abogada del equipo de Tierras y Ambiente de la Dirección de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, cuenta que en Guaviare nadie firmó los contratos de uso. En este departamento –explica la abogada– esa figura fue particularmente polémica por varios factores: primero, porque condicionaba la continuidad del Pnis a la firma de un nuevo contrato, lo que indispuso todavía más a unas comunidades que, desconfiadas y hastiadas de los incumplimientos del Estado, no estaban dispuestas a firmar un documento más. Segundo, porque era un contrato de adhesión: es decir, redactado unilateralmente por la ANT y que no permitía discusiones o negociaciones con los campesinos. Y, tercero, porque los tiempos y las condiciones de uso de las tierras contemplados en los contratos desconocían el arraigo histórico del campesinado en el departamento, ignoraban sus formas de poblamiento de la región y negaban su vocación de permanencia y tenencia de las tierras.

 

A esto se suma, de acuerdo con Daniel Dueñas, abogado e investigador de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, el problema de que casi todas las obligaciones contempladas en los contratos de uso recaían en los campesinos, y muy pocas en la ANT. “Las obligaciones eran muy altas para el campesinado, que debía asumir unas responsabilidades de conservación ambiental casi imposibles de cumplir sin el acompañamiento, la asistencia y la inversión social del Estado en sus territorios”, explica Dueñas.

Usuarios no, dueños sí

En las riberas de los ríos Unilla e Itilla –dice Tito– las comunidades campesinas no quieren la tierra para usarla temporalmente “como lo harían los empresarios del campo, que la quieren para explotarla, valorizarla y venderla”. La quieren, por el contrario, para habitarla, conservarla y trabajarla; para tenerla (en el sentido más formal de la tenencia), pero también para disfrutarla, heredarla a sus hijos y construir ahí sus planes de vida familiares y colectivos.

En Villanueva, Casanare, Tito entendió que la consolidación de las agroindustrias y de la economía petrolera trajo unos cambios importantes –y muchas veces dolorosos– en la manera como los campesinos habitaban tierras que, paulatinamente, fueron vaciadas de sus comunidades. Ni la promesa del empleo ni la del progreso se concretaron allí para el campesinado. Por eso, las familias no tuvieron opción diferente a vender o arrendar sus fincas a los empresarios. “Cuando lo único que se tenía era una pequeña parcela de plátano o arroz, no había posibilidad de competir y convivir con una empresa extranjera que podía forrar cinco veredas seguidas de palma aceitera en pocos meses –que es lo que no queremos que nos pase aquí–”, dice el campesino.

Pedro Arenas, de Viso Mutop, explica que el modelo económico que hace algunos años se estableció en parte de Casanare y de la altillanura colombiana avanza, con paso firme, hacia el noroccidente de la Amazonia. Es el modelo del acaparamiento, la “latifundización” de la tierra y la producción agroindustrial que, para consolidarse, ha necesitado de “territorios descampesinizados”. Es, además, un modelo visible a los ojos: se observa en los extensos cultivos de palma de aceite que se han instalado en las últimas dos décadas en Mapiripán y Puerto Lleras (sur de Meta) y, más recientemente, en el corregimiento de Charras-Boquerón (San José del Guaviare), donde hay veredas evidentemente deshabitadas de campesinos y sembradas, de punta a punta, con palma.

Pero también es un modelo que “avanza y empuja” a través de ambiciosos proyectos ganaderos que –movidos por la misma lógica del acaparamiento, facilitados por las violencias de la guerra y favorecidos por la inseguridad jurídica de los campesinos sobre sus tierras– se “adueñan” de grandes extensiones de selva, la tumban, la potrerizan y la ganaderizan.

La Guardiana del Chiribiquete: una alternativa campesina de conservación

El destino del campesinado no tiene que ser, según Tito, el de la resignación: el de “venda y vámonos”, el de “sale mejor deshacerse de esta tierra que quedarse con ella”, el de “entregue su pedazo y huya”. Con esa convicción, y movilizadas por el anhelo de ser dueñas de sus fincas para conservarlas, las comunidades que hacen parte de la Asociación de Campesinos y Trabajadores de los ríos Unilla e Itilla proponen la creación de una nueva Zona de Reserva Campesina a la que llaman La Guardiana del Chiribiquete.

La creación de La Guardiana –que comprendería quince veredas de la región– tiene, según Tito, siete grandes propósitos: 1. Obtener los títulos de propiedad de las tierras. 2. Evitar la expansión de la frontera agropecuaria hacia el Chiribiquete. 3. Contener el acaparamiento de tierras y la deforestación. 4. Consolidar economías campesinas coherentes con el cuidado de la Amazonia. 5. Crear y poner en marcha un plan integral de vida campesino-amazónico. 6. Facilitar la ejecución de políticas de desarrollo rural y de inversión social del Estado. Y 7. Fortalecer la gobernanza social y ambiental del territorio.

Estos propósitos –dice Tito– responden a la más grande de las apuestas comunitarias de Ascatrui: la de blindar, amortiguar y cuidar el Chiribiquete con la presencia y la permanencia de los campesinos en el territorio y con las alternativas de conservación comunitaria que han venido construyendo y cuyo desarrollo depende, en buena medida, de la seguridad social y jurídica que puedan tener sobre sus tierras.

¿Qué son las Zonas de Reserva Campesina?

Las Zonas de Reserva Campesina nacieron con la Ley 160 de 1994 como una figura de ordenamiento territorial que ayudaría a solucionar varios problemas históricos del campo, como el abandono estatal, el acaparamiento de tierras y el conflicto armado.

En una Zona de Reserva Campesina las comunidades construyen un Plan de Desarrollo Sostenible que se concerta con las autoridades. En este plan se definen las políticas sobre el uso de la tierra, que deberían priorizar los modos de producción campesina por encima de otros menos sostenibles como los monocultivos.

Un poco más de mil familias campesinas se articulan hoy alrededor de este sueño. En 2023, las Juntas de Acción Comunal se han reunido periódicamente para nutrir y escribir la propuesta de la Zona de Reserva Campesina. Pensando el proyecto –dice Diofanol, presidente de Ascatrui– han nutrido, también, su organización comunitaria, que es el punto de partida y el pilar de La Guardiana. Conocen la historia de su también vecina Zona de Reserva Campesina del Guaviare, y saben –porque lo vieron desmoronarse ante sus ojos– que un sueño como este tendrá más posibilidades de materializarse si hay una comunidad organizada que lo sostenga e impida que la guerra y los acaparadores de tierras se impongan sobre su voluntad de vivir como campesinos en las selvas.

“La primera Zona de Reserva Campesina en este sector se creó en 1996, después de las marchas cocaleras, cuando los campesinos salimos a protestar para que se nos reconozca como los ciudadanos que somos. Poco después de conformada la zona, el paramilitarismo llegó a Guaviare, la gente se desplazó, las organizaciones se rompieron y las tierras que ganamos con las protestas quedaron servidas en bandeja de plata para unos pocos que, ayudados por políticos poderosos del departamento, se adueñaron de casi toda la Zona, que hoy de campesina ya no tiene casi nada”, recuerda Jorge Veloza, de la ANUC.  

Este año, Ascatrui radicará su proyecto en la Agencia Nacional de Tierras, que es la institución encargada de estudiar las solicitudes de sustracción de tierras de reservas forestales para adelantar programas de reforma agraria, desarrollo rural y economías campesinas. Luego, la propuesta pasará a la Dirección de Bosques, Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, donde se tomará la decisión final de sustraer las quince veredas de la reserva forestal de la Amazonia para avanzar hacia la constitución de La Guardiana del Chiribiquete.

El antropólogo, investigador y ex viceministro de desarrollo rural Darío Fajardo dice que en el actual Ministerio de Ambiente se habla con contundencia de no sustraer más tierras de las zonas de reserva forestal del país, lo que, a su modo ver, podría limitar importantes iniciativas de conservación como las que se gestan desde las Zonas de Reserva Campesinas que, en regiones como Caquetá y Sumapaz, han demostrado ser eficaces para el amortiguamiento de los Parques Nacionales Naturales.

Pero esa posición frente a las sustracciones no es definitiva. Desde el mismo Ministerio de Ambiente y Parques Nacionales Naturales de Colombia se exalta hoy la necesidad de armonizar los derechos de las comunidades campesinas con la protección y la conservación de las áreas protegidas.

Quedarse en la selva para expandirse con ella

Hace seis meses, Tito, Óscar, Diofanol, Véiler y otros líderes campesinos recorren cada vereda para revisar, con familias y Juntas de Acción Comunal, la propuesta de la nueva Zona de Reserva Campesina. A Tito, en particular, le entusiasma ver en Calamar lo que quiso, pero no pudo, ver en Casanare: “una comunidad de gente con los pies bien puestos en la tierra”, que se reúne para organizar sus expectativas y que tiene la esperanza de que la institucionalidad estatal se sume a esa resonancia de ideas, proyectos, viveros y bosques.

Tito dedica buena parte de su tiempo a Ascatrui y al liderazgo social que desde allí ejerce. Sigue teniendo “pinta” de llanero y, cuando habla de los bosques amazónicos, casi siempre menciona los esteros y las sabanas inundables de Casanare. Compara una tierra con la otra, un ecosistema con el otro, su vida de allá con la de acá. Del llano y de la selva habla fascinado. Siempre se ha preocupado por conocerlos y por tener las palabras precisas para explicarlos. Aunque se considera de un lugar y del otro, hoy se nombra a sí mismo como “campesino amazónico”. Señala que el Estado y la guerra en Colombia se encargaron de que haya campesinos en la Amazonia y le parece importante afirmarse en esa identidad para exigir, desde ahí, su reconocimiento como campesino de la selva.

Dice Tito que si hay algo que le gusta de los bosques amazónicos es que todo –desde los árboles más grandes hasta el animal más diminuto– “encuentra un espacio para crecer, mientras todo lo demás se expande”. Eso –concluye– es lo que quisiera para las comunidades de Ascatrui: que tengan un espacio en la selva, para expandirse con ella y “ganarle al potrero”.

Menos paños de agua tibia, más reformas estructurales

La última vez que los campesinos de los ríos Unilla e Itilla participaron en una reunión del Pnis fue el 31 de julio de este año. De la reunión salieron con la sensación compartida de que “no hay posibilidades de avanzar” y de que lejos está el programa de sustitución de pagarles a las familias los diecinueve millones de pesos que les adeuda para sus proyectos productivos. Ese día –cuenta Tito– decidieron no volver a reunirse con los funcionarios del Pnis: “Supimos que los ajustes que el nuevo gobierno propone para el programa tampoco se acompasarán con los tiempos y las necesidades de las comunidades, que, desgastadas, tienen poca disposición para asistir a nuevas asambleas o a renegociaciones”, señala el campesino.

En su artículo décimo, el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del gobierno de Petro dice que “el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito será cumplido de acuerdo con los objetivos fijados en el Acuerdo Final de Paz, de manera concertada y descentralizada” y que los beneficiarios podrán renegociar voluntariamente la operación de proyectos productivos de ciclo corto y de ciclo largo. Jhoana Moreno, de la Dirección de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, explica que, con esa renegociación, se espera promover nuevos acuerdos de sustitución (ya no individuales, sino colectivos) y fomentar proyectos productivos acordes con el ordenamiento ambiental de cada territorio.

Algunos de los líderes ambientales de La Guardiana del Chiribiquete

En orden son: Oscar Tapias, Veiler Peña, Tito Roldán, Maricela Silva, Diofanol Aguirre, Aurelio Zapata

En el nuevo PND también se contemplan las concesiones forestales campesinas, una figura que otorga el “uso del recurso forestal y de la biodiversidad en los baldíos de la Nación ubicados al interior de las zonas de reserva de Ley 2ª de 1959”. Estas concesiones (parecidas a los contratos de uso de tierras) se otorgarían por un plazo de hasta treinta años prorrogables y su objetivo, según el PND, es conservar el bosque con las comunidades; promover la economía forestal comunitaria; desarrollar actividades de recuperación, rehabilitación y restauración de los ecosistemas, y controlar la pérdida de bosque en los núcleos activos de deforestación.

“La concesión es una salida equitativa porque permite generar un proceso de trabajo conjunto y generar el plan de negocios y el plan de vida social y económico de la comunidad. La concesión es para que nos organicemos y para empezar a propiciar economía forestal de la mano del Estado”, dijo la ministra de Ambiente durante un encuentro de forestería comunitaria en San José del Guaviare, el pasado abril.

Justo un mes después de la visita de Susana Muhamad a Guaviare, casi cuatrocientos delegados campesinos de los ríos Unilla e Itilla se reunieron en la casa comunal de Ascatrui, en la vereda La Esmeralda. Fue el primer encuentro masivo para conversar sobre La Guardiana del Chiribiquete. Una cosa quedó clara en esa asamblea: a las concesiones forestales y a cualquier otra propuesta que desconozca el derecho a la propiedad que los campesinos reclaman sobre las tierras, las comunidades responderán con la propuesta de la Zona de Reserva Campesina.

“En La Guardiana nos sostenemos y desde La Guardiana les proponemos, al Gobierno y al país, conservar los bosques en los que vivimos, que son el patrimonio del mundo, pero también el de nuestros hijos”, dice el campesino Aurelio Zapata.

Para conocer más sobre las iniciativas de la comunidad campesina de los ríos Unilla e Itilla, ve al primer capítulo de este especial periodístico

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Este trabajo periodístico hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas convocado por la Fundación Gabo.