Textos e investigación periodística: María Luna Mendoza.Ilustración y Diseño: Nathali Cedeño.Fotografía y video: Bernardo Restrepo.
Las autoras de este trabajo periodístico pertenecen al Centro de Alternativas al Desarrollo (CEALDES), asociación que respaldó la producción del reportaje.
Salir del cocal para meterse en la manigua.
La vida de Aurelio, el campesino que habita en tierras vecinas del Chiribiquete y espera un título de propiedad sobre su bosque
Don Zapata —como lo llaman sus vecinos— fue uno de los primeros campesinos que dejó la economía cocalera en Calamar, Guaviare. Lo hizo a mediados de los noventa con la intención de dedicarse a la conservación de ‘La Flor del Amazonas’, su fundo. El cuidado de las selvas ha sido su mejor lucha por la permanencia en un territorio del que se reivindica como dueño, guardián y líder ambiental. Después de cuatro décadas de vida en la Amazonía, espera que el Estado lo reconozca como tal y que los grupos armados respeten su derecho a envejecer en el pedazo de tierra en el que eligió enraizarse.
Aurelio Zapata siempre lo intuyó: en el bosque de su fundo estaban todas las posibilidades de vida, trabajo y sustento que decidió buscar en Guaviare hace 41 años, cuando, agotado por la dificultad de hacerse a un pedazo de tierra y a un proyecto de vida campesina en la Colombia andina, eligió marcharse a las selvas del noroccidente amazónico, que, desde los años sesenta, se anunciaban como la tierra prometida para personas que, en sus palabras, no cupieron “en las economías ni en el desarrollo de otras regiones del país”.
Aurelio llegó al caserío de Calamar, ubicado a 80 kilómetros al sureste de San José del Guaviare, el 20 de enero de 1982. Para llegar hasta ahí, había recorrido un largo camino desde Maripí, un pueblo de la provincia de Occidente de Boyacá, ubicado a pocos kilómetros de las minas de esmeraldas de Muzo. “En Maripí nací, crecí, me hice joven y lo intenté todo para progresar. Nada funcionó, con excepción de la violencia que me sacó a patadas. Hice las maletas y me fui”, cuenta.
La suya fue una travesía de años. A principios de los setenta se fue a probar suerte a las cabeceras del río Ariari, en Meta, entonces una de las grandes zonas de colonización campesina. “Me metí de jornalero en una finca. En esas duré tres años hasta que el hijo del patrón me convidó a trabajar a Guaviare con la promesa de que allá sería fácil tener mi propio pedazo de tierra, no como en Cubarral, donde no tenía destino diferente al de vivir del jornal. Entonces, volví a empacar y me volví a ir”.
Hitos de la vida de Aurelio
La travesía lo condujo, finalmente, a un lugar de la selva amazónica a orillas del río Itilla, a una hora de Calamar, donde Aurelio se instaló para “refundar” su vida. Entonces, hizo lo que todo colono campesino hacía al llegar a la selva: despejar, a punta de hacha y machete, un pedazo de manigua; alzar un cambuche que, años después y con esfuerzo, se convirtió en rancho; arar dos o tres hectáreas de tierra para sembrar el pancoger, y abrirles paso a otros campesinos que comparten la expectativa de hacerse a un terreno para vivir en paz.
Con el tiempo, la comunidad creció y Aurelio, que en el Ariari había aprendido de juntas comunales y organizaciones campesinas, les propuso a sus vecinos fundar una vereda. Y así fue. “En 1984, abrimos, a punta de días cívicos —que son las mingas de los campesinos— una trocha para poder sacar a Calamar los marranos, el plátano y todo lo que cultivábamos. Abierta la trocha, fundamos Puerto Cubarro”, dice.
La vereda de Aurelio se llama así porque, a finales de los ochenta, abundaban allí las palmas de cubarro o corozo. “Había cubarro de sobra y empezaba a abundar la coca, pero llamarnos Puerto Coca, ni de fundas”. La comunidad tenía, según él, “dos plantas-tesoros”, pero, en ese tiempo —dice — la única persona en el mundo a quien le importaban esas palmas grandes y espinosas de frutos inalcanzables y aparentemente insípidos era él. Por eso, en lo que él mismo llama un “arrebato sinfín de terquedad”, se empeñó en cuidar y mantener de pie el bosque de cubarros mientras hacía lo que casi todos en su comunidad: cultivar hoja de coca para tener con qué hacer remesa, ampliar la casa, mandar a los niños al colegio, aportar su cuota mensual a la Junta de Acción Comunal y, en general, sostener su vida en medio de esa selva a la que, en palabras de Pepe Beltrán, otro viejo colono de Guaviare, “la sociedad y el Estado no le han dado mucho más que la espalda y litros de glifosato”.
La fundación de Puerto Cubarro tuvo lugar el mismo año en el que el entonces ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado por la mafia como retaliación por el desmantelamiento de Tranquilandia, uno de los complejos de producción de cocaína más grandes del Cartel de Medellín, ubicado en las selvas amazónicas del vecino Caquetá. Tras ese magnicidio, y con la presión de las emergentes políticas contra las drogas estadounidenses, se desataron los primeros operativos contra los cultivos de coca en Colombia. “Vinieron, por primera vez, los retenes, los empadronamientos, las requisas permanentes, las limitaciones en la compra de remesas e insumos agrícolas; se instalaron las primeras bases antinarcóticos y se empezaron a militarizar los caseríos, las trochas y los ríos”, cuenta Esmeralda Hernández, exintegrante del equipo de la Comisión de la Verdad en Guaviare.
El negocio que apenas empezaba a ser pujante decayó. El precio del kilo de pasta base de coca se vino abajo. Las comunidades intentaron vivir sólo del pancoger y del comercio (siempre difícil e insuficiente en un territorio sin vías) de otros productos agrícolas. El 84 —dice Aurelio— fue el “año de los comienzos”: el de una comunidad de colonos que, movidos por el deseo de asentarse y permanecer en algún lugar del país, decidió fundar una vereda, y el de una nueva guerra que, en nombre de la lucha contra las drogas y la insurgencia, puso en la mira de sus acciones represivas y criminalizantes al campesinado que habitaba la selva y cultivaba hoja de coca para sobrevivir.
“Para entender dónde estaba parado tuve que ir a las profundidades del bosque”
La primera crisis de la economía cocalera motivó a Aurelio a meterse en las profundidades del bosque de su finca, a recorrerlo y explorarlo sin intención diferente a la de “ver qué encontraba ahí”. Desde entonces, hizo lo que pudo para comprender dónde estaba parado, cómo era la tierra que pisaba, qué posibilidades había en un suelo tan distinto a los suelos que había habitado, labrado y trabajado en Meta y Boyacá. No tenía muchas más herramientas que su cuerpo de un metro con cincuenta y sus sentidos para descifrar lo que veía crecer, multiplicarse y moverse en la manigua, pero supo comprender que esa abundancia tenía todo que ver con las posibilidades de permanecer en el territorio donde había elegido enraizarse. Entonces, siguió explorando y, junto con líderes comunales de las veredas aledañas, alentó a sus vecinos a preservar los bosques de sus fundos. La mayoría lo hizo y, con el tiempo, el compromiso de preservar se tradujo en normas y acuerdos comunitarios de conservación.
En una de sus bitácoras investigativas, Catalina Oviedo, Laura Pérez y Marcela Peñuela, investigadoras del Observatorio de Alternativas al Desarrollo de Cealdes, cuentan que estos acuerdos comunitarios han sido comunes y transversales en la organización de veredas y caseríos campesinos en Guaviare. Desde los inicios de las colonizaciones —dicen las investigadoras— las comunidades campesinas “se han organizado para construir acuerdos de convivencia e instituciones comunitarias para la construcción de planes de vida y para la veeduría de esos acuerdos, que incluyen normas ambientales y ecológicas”.
Desde la década de 1980, Juntas de Acción Comunal como la de Puerto Cubarro y sus respectivos comités ecológicos definieron, por ejemplo, el número de hectáreas de bosque que se debían conservar en cada finca (que fue casi siempre más de la mitad del total del área del terreno), las que se destinaban a los cultivos de coca y las que se usaban para sembrar el pancoger. También determinaron que no podían talar las orillas de los caños, los ríos o los nacederos de agua, y restringieron la pesca y la cacería de animales de monte para evitar la escasez de alimentos.
Heriberto Tarazona, investigador social y excoordinador de la Comisión de la Verdad en Guaviare, explica que los manuales que regían la convivencia de las veredas fueron resultado de procesos deliberativos y participativos en los que la comunidad decidía cómo vivir y regular sus relaciones sociales, pero también su relación con el entorno. “La mirada reductiva y estigmatizante que calificó a estas comunidades como ‘narcocultivadoras’ e ‘insurgentes’ no sólo se tradujo en graves violaciones a sus derechos humanos, sino que nos hizo perder de vista importantes ejercicios de gobernanza social y ambiental como los de las Juntas de Acción Comunal, que contribuyeron a la preservación de los ecosistemas amazónicos durante años”, apunta Tarazona.
Conservación comunitaria, una apuesta por la supervivencia y la permanencia
“Nunca una institución, un político o un científico vinieron a decirnos claramente dónde estábamos, qué significaba estar aquí y qué hacer con estas tierras. Lo que hicimos —fundarnos, organizarnos, autorregularnos y trabajar— lo hicimos movidos por el sentido común y de supervivencia”, relata Aurelio. De hecho, él y su comunidad tardaron mucho en enterarse de que la vida y el caserío que habían construido en la selva estaba situado dentro de la Zona de Reserva Forestal de la Amazonia, creada 27 años antes de su llegada a Guaviare a través de la Ley Segunda de 1959.
La Zona de Reserva Forestal (ZRF) es una figura de ordenamiento territorial cuyo propósito es promover las economías forestales y la protección de los suelos. Esta figura fue establecida en tierras baldías inadjudicables de la Nación, lo que significa que no es posible titular predios ni invertir allí recursos públicos para el desarrollo de servicios o infraestructura. Hay tres tipos de ZRF: la zona tipo A, donde sólo están permitidas las actividades de investigación, restauración y reconversión de sistemas productivos; la zona tipo B, donde puede haber producción forestal sostenible, plantaciones forestales comerciales e investigaciones, y la zona tipo C, donde se permiten actividades silvopastoriles y agroforestales. De las 5.545.134 hectáreas que tiene Guaviare, 5.057.189 (es decir, el 91 % del departamento) hacen parte de las ZRF de tipos A y B.
En 1986, campesinos marcharon en varias regiones de Colombia para exigir su derecho a la propiedad de la tierra. En Guaviare —cuenta Aurelio— las movilizaciones fueron masivas. Desde principios del siglo XX, miles de personas habían llegado a ese departamento (que antes de la Constitución de 1991 había sido Comisaría de Vaupés y Comisaría de Guaviare) y ahora reclamaban los títulos de las tierras donde se habían asentado paulatinamente y en el marco de diferentes oleadas de colonización campesina.
Una primera oleada de colonos había llegado a Guaviare en las décadas de 1920 y 1930 atraída por el boom del caucho, la quina y el tigrilleo (es decir, la venta de pieles de animales). La segunda oleada fue la de campesinos que, expulsados violentamente de otras regiones en los años cincuenta y sesenta, hicieron del Guaviare su hogar y su refugio. Una tercera oleada fue la de aquellos campesinos que se acogieron a los programas de colonización dirigida del Estado que, desde finales de los sesenta y bajo el lema de que esta era una “tierra sin hombres para hombres sin tierra”, estimularon su poblamiento a través de políticas de uso de baldíos destinadas a gente empobrecida y acorralada por la expansión latifundista en la región andina. La cuarta ola de colonización, finalmente, estuvo relacionada con las bonanzas de marihuana y de coca, que, desde finales de los setenta, atrajeron a campesinos que se vincularon a ellas como cultivadores, raspachines, entre otros oficios.
“Guaviare ya estaba lleno de gente. Campesinos de otros lados no paraban de llegar. Todos estábamos en la ZRF de la Amazonia, pero de eso nos vinimos a enterar cuando, marchando para que nos dieran títulos, créditos, vías y servicios básicos, nos informaron que nuestros pedazos le pertenecían al Estado y no podían pertenecerle a nadie más”, cuenta Aurelio.
Uno de los resultados de las marchas campesinas de 1987 en Guaviare fue la sustracción, por parte del extinto Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (Inderena), de 221.000 hectáreas de la ZRF, tierra que fue titulada a colonos que habitaban en parte de Calamar y en el margen derecho del río Guayabero. Un año más tarde y con el mismo propósito, fueron sustraídas 67.000 hectáreas, y once años después —en 1998—, otras 18.745. Estas sustracciones, sumadas a las 181.200 hectáreas que se habían sustraído en 1971 con el propósito de titulárselas a los campesinos de las colonizaciones dirigidas, constituyeron un área sustraída de 487.945 hectáreas que hoy se distribuyen en los municipios de San José del Guaviare, El Retorno y Calamar.
Tierras sustraídas de la Zona de Reserva Forestal de la Amazonía
Cuando el Chiribiquete se nos vino encima
Puerto Cubarro, la vereda de Aurelio, hace parte de un grupo de veredas del municipio de Calamar que se sitúan en las riberas de los ríos Unilla e Itilla —afluentes del río Vaupés—. Todas tienen historias parecidas de poblamiento y organización campesina y todas participaron de las marchas del 86, pero ninguna fue sustraída de la ZRF.
“Al no ser sustraídos, perdimos la oportunidad de los títulos y la inversión social del Estado, pero la vida continuó. Las Juntas de Acción Comunal recibieron, poco a poco, sus personerías jurídicas (de hecho, la de Puerto Cubarro sólo fue otorgada en el 2012); nuevas veredas se fundaron en la zona, y nosotros seguimos trabajando y haciendo un esfuerzo por autoproporcionarnos el bienestar que, por ley, el Estado tiene prohibido darles a las comunidades de las ZRF”, dice Aurelio.
Además de permanecer dentro de la reserva, las veredas de los ríos Unilla e Itilla se convirtieron en vecinas del Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete, que se creó en septiembre de 1989 para proteger las afloraciones rocosas del Escudo Guyanés y vastos relictos de selva amazónica. Aurelio recuerda que la noticia de la creación del parque les llegó tarde y a través de una notificación escueta que funcionarios del Inderena compartieron con los presidentes de las Juntas de Acción Comunal en una reunión que no duró más de media hora. “Nos dijeron que, en adelante, estábamos al pie del parque, pero no nos explicaron qué significaba eso y qué tenía que ver esa decisión con nosotros y con nuestra presencia en el territorio. Se tomaron un tinto, comieron gallina y se fueron”, cuenta Aurelio.
Desde su creación, el parque del Chiribiquete (hoy el parque nacional de bosque tropical más extenso del mundo) ha sido ampliado en dos ocasiones: una en el 2013 y otra en el 2018, cuando alcanzó un área total de 4.268.157 hectáreas distribuidas en los municipios de Cartagena del Chairá, San Vicente del Caguán y Solano (Caquetá) y en San José del Guaviare, Miraflores y Calamar (Guaviare). De acuerdo con la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, las ampliaciones respondieron a tres necesidades: la de definir una frontera agropecuaria que impidiera el avance de la deforestación, la de consolidar el parque como un eje central de la conservación de importantes ecosistemas amazónicos y la de garantizar la conectividad entre la región amazónica con los Andes y la Orinoquia.
La FCDS apoyó a Parques Nacionales Naturales de Colombia en el proceso de ampliación del parque. Entre otras actividades, este proceso contempló la revisión de intereses de diversos sectores para ajustar los nuevos límites del área protegida, el diseño de estrategias de concertación en el territorio y la recopilación de información sobre posibles “amenazas y presiones” al parque ampliado como los cultivos de coca, las minas antipersonal, las carreteras informales y la colonización.
En Calamar, el parque ampliado quedó colindando con varias veredas de las que ahora sólo lo separa el río Itilla. De hecho, parte de Puerto Cubarro y del fundo de Aurelio quedaron del otro lado del río –es decir, dentro del área protegida–. De nuevo, cuenta el campesino, “la información de Parques les llegó como un balde de agua helada”.
La reunión en la que los líderes locales supieron sobre la segunda ampliación tuvo lugar en el resguardo indígena El Itilla. Allí, campesinos, indígenas y funcionarios de Parques Nacionales Naturales de Colombia acordaron cómo sería el alinderamiento y quiénes participarían en esa tarea. Después de esos acuerdos, los funcionarios no volvieron y lo que se prometía como un proceso participativo nunca ocurrió.
Ayda Garzón, actual jefa del Parque Nacional Natural del Chiribiquete, explica que los esfuerzos de la entidad se vieron truncados por el “orden público de la región” y por actores armados que limitaron la presencia de funcionarios de Parques en la zona. Como sea que haya sido —dice Aurelio— los campesinos sintieron que, una vez más, habían sido descartados de las decisiones relativas al ordenamiento ambiental de sus territorios.
Ampliaciones del parque
De selvas para ser pobladas a selvas para ser vaciadas
Guaviare y las comunidades campesinas que lo habitan han sido leídas, definidas e intervenidas por el Estado de maneras diferentes y contradictorias. Durante años —dicen los antropólogos Carlos del Cairo e Iván Montenegro Perini—, este territorio fue visto por el Estado como “un escenario que debía ser ‘civilizado’ a través de la creación de espacios para la producción agrícola y ganadera”. Por eso, a los colonos campesinos se les adjudicó, por décadas, “el estatus de civilizadores de tierras salvajes y a sus fincas se les valoró como los lugares en donde se podría concretar el progreso”.
El gran viraje de las intervenciones estatales en Guaviare se dio cuando los discursos y las políticas de conservación ambiental reemplazaron a aquellas que promovieron su poblamiento y, precariamente, su desarrollo agropecuario. “Entonces, se empiezan a promover territorios de conservación —ya no de colonización— que requieren personas y comunidades adecuadas y compatibles con un ideal de cuidado de las selvas en el que los campesinos no caben”, explica Del Cairo.
Al no encajar en ese ideal, agrega el antropólogo, los colonos se convierten en una población ‘fuera de lugar’. Por un lado, porque están en espacios que ahora se pretenden prístinos y preferiblemente vacíos, y, por otro, porque sus formas de vida y su identidad —reducida casi siempre a la de ‘campesinado cocalero’— aparecen como una amenaza, más que como una posibilidad para la conservación de la Amazonia.
La identidad de los campesinos de Guaviare ha sido reducida a la de “campesinos cocaleros”, dice Del Cairo. Al nombrarlos como tal no solo se los describe en una de sus actividades económicas, sino que se los moraliza y reduce a depredadores de las selvas, a agentes de perturbación de la naturaleza y a potenciales factores de desestabilización de un proyecto de conservación que desconoce sus conocimientos y trayectorias de cuidado del territorio, que ignora sus vínculos afectivos con la tierra y los descarta como interlocutores legítimos en el ordenamiento de las zonas que habitan
“Póngase las botas, conozca el territorio y píntele gente al mapa”
En el 2011, Aurelio vio, por primera vez, unos mapas de su territorio elaborados por una entidad estatal. Los había hecho el Instituto Sinchi (que es el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas). “Eran unos mapas verdecitos, de pura selva. El mapa decía dónde había gente y dónde no. Parte de la comunidad de Cubarro no aparecía”, cuenta el campesino. Los mapas se los compartieron durante unos foros ambientales que organizaron instituciones como Parques Nacionales Naturales de Colombia, la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico, las Alcaldías de los municipios y la Gobernación de Guaviare.
Era la primera vez que convocaban a líderes campesinos y comunales a una “reunión ambiental” tan grande. Jeison Bohórquez, campesino de Puerto Cubarro y técnico forestal, cuenta que fueron, sobre todo, foros informativos en los que funcionarios intentaron explicarles a las comunidades la “normatividad ambiental”.
Tres solicitudes les hizo Aurelio a los funcionarios que asistieron a los foros: primero, que “se pongan las botas” y vayan a conocer las tierras que, hasta el momento, sólo conocían “satelitalmente”. Segundo, que, después de conocer el territorio actualicen los mapas y les “pinten gente”. Y, tercero, que apoyen lo que él estaba tratando de hacer hace unos años “por su cuenta”: aprovechar sosteniblemente los árboles maduros de su bosque para vivir de la madera. Los funcionarios volvieron en el 2012 con las botas puestas. El campesino los llevó a caminar y les demostró por qué al verdor idílico de esos mapas le hacían falta los matices humanos y comunitarios que desde los GPS no se observan. Les mostró, además, lo conservado que tenía su fundo, pero a su idea de aprovechamiento forestal le respondieron con un no provisional sustentado en las limitaciones legales y políticas para acompañar un proyecto soñado por un “campesino cocalero”, en una “zona cocalera” y en territorio de Ley Segunda.
Renunciar al cocal para vivir de la manigua
En 2012, Aurelio ya no cultivaba coca, pero de ‘cocalero’, dice, “no me bajaban”. De hecho, él fue uno de los primeros campesinos de su región que dejaron ese cultivo. Lo hizo a finales de los noventa, cuando cultivarla le trajo más miedos, angustias y pérdidas que ganancias. La economía cocalera que después de la crisis de 1984 había vuelto a tomar vuelo, se vino abajo nuevamente cuando guerrilla y paramilitares tomaron el control de la compra y venta de pasta base de cocaína. Durante años, las Farc habían jugado un rol regulador de su comercio, al poner algunas normas y cobrar impuestos. Pero cuando los paramilitares entraron a Guaviare e intentaron ganar control territorial, las cosas cambiaron. La guerrilla se impuso como única compradora de pasta base y le fijó precio al kilo. Los paramilitares hicieron lo mismo. Al campesino que comerciara con “el enemigo” o con un tercero comerciante, lo mataban o lo desplazaban.
Dice Aurelio que al apremio del hambre que supuso dejar el cultivo se le sumó, tiempo después, la presión del despliegue del Plan Colombia y de las fumigaciones aéreas con glifosato. La salida más rápida fue ‘potrerizar’ parte de la finca y meter ganado. “El pasto es lo que más rápido prende en este suelo y, aunque no hubo animal que se salvara de tanto veneno, había menos posibilidades de que nos fumigaran las vacas que una chagra de plátano o de maíz”, cuenta el campesino. El bosque conservado y sus aguas también padecieron las consecuencias del glifosato y, como él dice: “No hubo Ley Segunda ni Parque Nacional Natural vecino, ni institución ambiental que valiera para protegerlos”.
No fue fácil desmarcarse de la economía cocalera ni reemplazarla por otra. El glifosato y todas las formas de erradicación forzada vinieron solas. “No llegaron con alternativas económicas ni carreteras, ni servicios básicos, ni fomentos a la conservación que nos permitieran intentar otras formas de sustento”, dice Aurelio. Más difícil aún fue emprender el aplazado proyecto de la forestería comunitaria en un contexto en el que no sólo las plantas de coca, sino la gente que la cultivaba o que simplemente habitaba en zonas de cultivo era vista, tratada y fumigada como a una plaga.
Aurelio, sin embargo, insistió en mantenerse con vida en medio de la guerra y en sostener de pie los cedros, los arenillos, los guáimaros, los cubarros y demás árboles del fundo. La ganadería fue un “mientras tanto”, una forma efectiva de sostenerse durante un tiempo, pero la abandonó más pronto de lo planeado porque “para ser ganadero se necesita dinero” y él no lo tenía. Vivió unos años del comercio de otras mercancías y volvió a Boyacá para “guaquear” en las minas de esmeraldas. De allá volvió a Guaviare con un ahorro y se dedicó a restaurar las 20 hectáreas de bosque que había tumbado y potrerizado para la ganadería.
En 2019, tras la firma del Acuerdo de Paz con las Farc y con el incremento de la deforestación en Guaviare, vino para Aurelio una oportunidad: la de ser visto y escuchado por personas distintas a las de su comunidad. Organizaciones no gubernamentales conocieron sus propósitos y decidieron darle un impulso a su vieja idea de aprovechar sosteniblemente los bosques vecinos del Chiribiquete para cuidarlos.
El bosque de cada uno se convirtió en el bosque de todos
Aurelio y su comunidad fundaron, entonces, la Cooperativa Multiactiva Agroforestal del Itilla (Coagroitilla) y, a través de ella, juntaron fundos, bosques, voluntades de conservación y un gran acervo de trayectorias comunales de cuidado de las selvas. “Para tener un permiso de aprovechamiento forestal era necesario tener las escrituras de nuestros pedazos, cosa que no tenemos por estar en tierras de Ley Segunda. La solución fue juntarnos y pedir el permiso como el colectivo que somos. Nos lo dieron. El bosque de cada uno se convirtió, entonces, en el bosque de muchos”, recuerda Aurelio.
Veintitrés familias campesinas —hace algunos años cultivadoras de hoja de coca— conformaron, en 2019, una comunidad de cuidado de los bosques en Puerto Cubarro y Puerto Polaco, la vereda vecina. Desde entonces, trabajan en varios núcleos de desarrollo forestal distribuidos en 6.250 hectáreas de bosque (una pequeña parte de lo que campesinos del sector conservaron y “mantuvieron de pie” en los últimos 45 años). Su trabajo consiste en aprovechar sólo seis árboles por hectárea cada año y sembrar diez por cada árbol aprovechado durante los próximos 25 años. Simultáneamente trabajan en la recolección de semillas de especies nativas, en la construcción de viveros donde germinarán plantas para la restauración ecológica de los fundos, en sus cultivos de pancoger, en pequeñas ganaderías lecheras y en la cría de aves y porcinos.
A pesar de las dificultades para comerciar la madera (por falta de vías, por escasez de recursos para transportarla, porque para sacarla se requieren permisos ambientales que se tardan mucho en ser aprobados, etc.) el proyecto avanza. Las familias asociadas a la Cooperativa eligieron no volver a cultivar hoja de coca y están rediseñando sus fincas para que cada actividad (incluida la lechería y el cultivo de alimentos) contribuya al propósito mayor de salvaguardar el Chiribiquete mientras habitan, trabajan y permanecen en sus territorios, que hoy son especialmente vulnerables al acaparamiento de tierras por parte de compradores que, con grandes capitales, pero sin rostro, se empeñan en comprar y concentrar tantas fincas campesinas como sea posible para desplegar allí grandes proyectos ganaderos.
Campesinos que se vuelven “selvacinos”
Kristina Lyons, doctora en antropología y profesora de la Universidad de Pensilvania, ha desarrollado buena parte de su trabajo investigativo en el piedemonte amazónico de Putumayo, región que comparte muchas características con Guaviare. Allí ha conocido experiencias de campesinos como Aurelio, que, provenientes de la región andina, han intentado construir sus proyectos de vida en la selva y se han hecho “selvacinos” o “montecinos”. Los selvacinos, dice la antropóloga, “son campesinos que buscan ser parte de la selva y están aprendiendo a cultivar y a cultivarse por el bosque en lugar de arrasarlo para trabajar un campo abierto o un potrero”.
Cuarenta y un años lleva Aurelio intentando armonizar sus prácticas de vida y trabajo campesino con el bosque; procurando aprender —como un selvacino de los que habla Lyons— de sus ciclos, formas, potencialidades y utilidades; intentando fomentar la manigua en lugar de romperla. Lo hizo cuando fue cocalero y cuando no lo fue. Lo ha hecho para sí mismo —para garantizarse una forma de sustento— y lo ha hecho para su comunidad.
El proyecto de aprovechamiento forestal en Puerto Cubarro avanza con la misma firmeza con la que Aurelio explora otras posibilidades para su finca, a la que recientemente rebautizó como ‘La Flor de la Amazonia’. Hace poco, de hecho, se embarcó en un nuevo proceso de apicultura con abejas amazónicas nativas a las que, según él, les delegará la tarea de polinizar la huerta de chontaduro, papaya, naranja y maracuyá que construyó a pocos metros de su casa como un “laboratorio de experimentación frutal”.
No hay día en el que Aurelio no visite la huerta y el bosque. Dice que los camina a paso de tortuga no porque esté viejo, sino porque necesita fijarse en los detalles. Acompañarlo a recorrer los caminos de su fundo se siente como atender a una clase de biología, donde la selva es el aula y él, el profesor. Con frecuencia se detiene para hablar de las particularidades de un árbol y de la forma de las semillas, para explicar los usos medicinales de una y otra planta, o para enumerar las razones por las que “el bosque es la madre del agua y no al contrario”. A veces también se detiene, pero se queda en silencio. Sólo se acerca a una hoja, a una raíz o a una flor para examinarlas con la paradójica sutileza de sus manos ásperas y gruesas.
En una de esas caminatas les dice a sus acompañantes que todo en el bosque le entusiasma, pero que seriamente se pregunta qué sentido tiene “seguir soñando el sueño de La Flor del Amazonas” si ni siquiera tiene la seguridad de poder envejecer allí o la de heredarles formalmente el bosque a sus hijos para que preserven su fundo y su legado. Si su gran certeza es la manigua, su gran inquietud es la permanencia en su fundo y la propiedad de ese pedazo de tierra, donde sus ideas de conservación ya empiezan a dar frutos.
A finales de septiembre del 2023, Aurelio fue obligado a salir de La Flor del Amazonas por actores armados que, según él, “vieron con malos ojos su posición frente a los derechos de la gente”. Refugiado lejos de Guaviare, el campesino dice que sólo volverá el día en que Estado y grupos armados le garanticen no sólo su derecho a la vida, sino su derecho a vivirla sin miedo y sin la amenaza permanente de tener que dejar sus proyectos de campesino-amazónico.
“Si el Estado nos llama ‘usuarios’, le contestamos que somos ‘propietarios”
La ministra de ambiente, Susana Muhamad, ha reconocido la importancia de articular y armonizar los derechos del campesinado con la protección de la Amazonia. En el mismo sentido, Ayda Garzón, actual jefa del Parque del Chiribiquete, dice que la institucionalidad ambiental está entendiendo que la conservación es efectiva si se piensa y se hace con el campesinado, no prescindiendo de él o criminalizándolo por vivir en las inmediaciones o dentro de los parques. De hecho —explica Garzón—, aunque Parques Nacionales Naturales de Colombia no contempla permitir la presencia de campesinos dentro del Chiribiquete, sí está actualizando su plan de manejo para promover la participación de campesinos en procesos de planificación y ordenamiento predial, en acciones de restauración ecológica participativa y en el monitoreo comunitario de los bosques en zonas vecinas.
A través de figuras como los contratos de uso de tierras (propuesta por la Agencia Nacional de Tierras en el 2018) o de las concesiones forestales (que se contemplan en el Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026), el Estado les ha propuesto a los habitantes de la región de los ríos Unilla e Itilla quedarse en los territorios como “usuarios” de tierras baldías que podrían habitar temporalmente con fines de conservación. Las comunidades, sin embargo, no sólo han rechazado estas figuras que, a decir de Aurelio, desconocen su arraigo a la tierra y su derecho a la propiedad, sino que han decidido contestarle al Estado con su propia propuesta de conservación: la constitución de la Zona de Reserva Campesina La Guardiana del Chiribiquete.
Alrededor de esta propuesta hoy se articulan más de mil familias vecinas del parque que aspiran a que el Estado reconozca no sólo su intención de quedarse donde ya viven, sino sus trayectorias de vida campesina en esas selvas de las que no se conciben como “usuarios”, sino como pobladores, propietarios y guardianes. En el proyecto de La Guardiana —concluye Aurelio— se juegan muchas cosas: la posibilidad de tener los títulos de sus fundos; la opción de seguir construyendo sus planes de vida, de conservación y de sustitución de la economía cocalera sobre “tierras firmes y propias” y no sobre las arenas movedizas de los “baldíos de la Nación”. Y lo más importante: se juegan la opción de resistir, desde economías campesinas sostenibles, un proyecto criminal de acaparamiento de tierras que avanza a paso firme sobre la Amazonia, que depreda selvas y las vacía de su gente.
¿Qué son las Zonas de Reserva Campesina?
Las Zonas de Reserva Campesina nacieron con la Ley 160 de 1994 como una figura de ordenamiento territorial para solucionar problemas históricos del campo como el abandono estatal, el acaparamiento de tierras y el conflicto armado. Entre otras cosas, esta figura le apuesta a promover la economía campesina, proteger el medioambiente, evitar el acaparamiento de tierras y frenar la expansión de la frontera agrícola.
¿Qué son los contratos de uso?
Son un instrumento jurídico creado y reglamentado por la Agencia Nacional de Tierras con el propósito de regular la “ocupación” de zonas que no pueden ser tituladas a sus habitantes –como ocurre con las Zonas de Reserva Forestal–. Definen a los campesinos como “usuarios de tierras baldías” y les conceden la posibilidad de “usarlas” por un período de diez años prorrogables a treinta.
Para conocer más sobre la Zona de Reserva Campesina La Guardiana del Chiribiquete ve al segundo capítulo de este especial periodístico.
Con el apoyo de:
Este trabajo periodístico hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas convocado por la Fundación Gabo.