Por favor, cuéntenme más historias de terror llaneras

Cuando tenía doce años aproximadamente estaba en esa etapa de la vida en la que escuchar historias de terror era un placer indescriptible. Nos reuníamos unos cinco amigos a contar historias del Pollo Malo, La Bola de fuego, o a hablar simplemente de los sustos que, dirían algunos, nuestras mentes recreaban o que realmente sucedieron. Para esa época yo no residía en Villavicencio, pero en mi biblioteca habían dos libritos pequeños, de pasta blanda, de mitos y leyendas del Llano.

Nos sentábamos todos sobre el andén y yo leía: El jinete sin cabeza. Ninguno de mis amigos había vivido en el campo, pero de repente, y tras el atrevimiento de alguno, todos resultábamos contando alguna historia en la que probablemente El jinete sin cabeza nos había metido el susto de nuestras vidas.

“Yo me acuerdo que viajé con mis papás a una finca, de esas parecidas a las que hay en el relato, de una sola planta y con una cancha de fútbol grande. Éramos unas treinta personas, y nuestros papás estaban tomando. Así que los niños que habíamos ido nos aprovechábamos de la oportunidad de no acostarnos temprano y nos poníamos a jugar escondite. En una de esas, cuando estaba contando Juanita, yo corrí por la parte de atrás de la casa, que es donde quedaba la cocina y que además tenía un ventanal grande que daba a la cancha de fútbol. El corazón en esos momentos a uno le late a mil, y los oídos parecen olvidarse de la música. Así que yo sólo miraba hacia la puerta por si veía pasar a Juanita para salir ahí mismo a acuclillarme. En esas, me acuerdo que escuché que las ollas que estaban acomodadas, y que además brillaban a la luz de la luna, empezaron a hacer un ruido chirriante, como si estuvieran acomodándolas sobre el acero de la estufa. A mí me dio miedo, y en lo primero que pensé, fue en saltar por el ventanal: dos pájaros de un tiro. No me pillan y me escapo de esta. Pero tan pronto salté, encontré al perro negro de la finca parado con la cola apuntando a la luna y soltando ladridos desesperados. ¡Mierda! Y dije más ¡mierda! Cuando me di cuenta que los ladridos y la mirada del perro, a pesar de que eran desesperados, no se dirigían a nada. Es decir, se dirigían a los árboles, pero no podía ver nada”.

Todos nosotros, a pesar de estar en una calle alumbrada y con nuestros papás cerca, creímos realmente en la historia. Era de esos momentos especiales en los que nos bastaba darle cuerda a la imaginación y distraernos como en una especie de ritual.

Lo mismo me ocurre cuando me encuentro con gente que no es del Llano, e intentan preguntarme por la canción en la que un llanero se enfrenta al diablo, y que es como “contada” me dicen. –El caporal y el espanto –les respondo. Pero no es tanto el nivel instrumental de la canción sino el interés que produce la historia.

Este interés, natural y por demás necesario, fue la primer forma de comunicación y transmisión de experiencia que presenció el ser humano. Desde los rituales hasta los más ancianos, las historias (sean de terror o no) han servido siempre como el insumo necesario para transmitir de una cultura a otra las experiencias y los momentos que forman una vida. La imagen de la abuelita, o la imagen del señor campesino que nos cuenta sus historias, se postran como divinidades capaces de hacer de un día sin energía y con un calor de 35°C en algo inolvidable.

Sin embargo, en reiteradas ocasiones, cuando un grupo de jóvenes se reúnen alrededor de una mesa, parece apoderarse de ellos un silencio incómodo que sólo se ve interrumpido por la pantalla del celular. Son pocos esos amigos que aún son capaces de contar algo, aunque sea avergonzándose a sí mismo,  y que de alguna manera termina transmitiéndonos algo: al menos entretenimiento.

Walter Benjamín escribió en su ensayo El narrador que el gran problema de los contemporáneos era la poca capacidad de captar la experiencia. Los soldados de la segunda guerra mundial llegaron a sus países con la cara hundida en el barro y con los labios sellados. No tenían una sola historia para plasmar. La muerte, la sabiduría, y la vejez han quedado relegados por la inalcanzable, y muy saturable, tecnología. Los abuelos, que han sido siempre ese estado de la vida que se sostiene a partir del recuerdo, intentan siempre buscar el espacio para transmitir algo de lo que vivieron, y que Benjamín llama: experiencia.

Si hay una región capaz de transmitir esa experiencia: real, mágica, ficcional, terrorífica, o simplemente casual, es el Llano. En sus mitos y leyendas, que surgieron de los meses que pasaban sobre un caballo los jornaleros, existe aún la capacidad y la necesidad de entretener. Ese entretenimiento nos une en un acto ritual de acercamiento, de comprensión del otro, de ampliar nuestra percepción de la realidad y reconocer, quiérase o no, que el Llano es ese entramado de sabana y diablos que producen espanto y a la vez curiosidad.

Veo pues, con profunda preocupación, que hasta en tierras poéticas y de grandes extensiones de tierra: propicias para contar historias y para el ocio, que ya no se cuentan historias. Una profunda aferración por la razón y de creer solo en lo razonable, está coartando la imaginación y la capacidad de entender que entretener es también aceptar como real lo que es irreal.

Pd: Todo esto se ve reflejado en la cultura: ya no están ni Juan Harvey Caicedo ni el Cazador Novato, esa es una realidad. Pero las canciones llaneras han perdido la capacidad de plasmar historias, de contarnos algo, y ahora se concentran es en capturar imágenes. De igual manera, veo con suma preocupación, que el Departamento del Meta es de los pocos, a nivel Nacional, en los cuales al día de hoy no se realizan concursos de escritura. (siendo, no sobra decirlo una vez más, en uno de los territorios más cargados de historias).

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