El amor eficaz y la transformación social, celebración de la vida de Camilo Torres e Ignacio Betancur

Por: Jairo Álvarez Tamayo*

A propósito del 52 aniversario de la muerte del sacerdote y luchador social Camilo Torres Restrepo, es de justicia resaltar su imborrable legado social, teológico y político a su amado pueblo colombiano, al que dedicó su energía vital.

Otros sacerdotes y activistas eclesiales dedicaron su vida a hacer realidad la enseñanza de Camilo sobre el amor eficaz, en algunos casos encontrando la muerte a manos de un enemigo nada compasivo. De manera particular en este escrito he de celebrar también la vida y la obra de otro sacerdote. Se trata de Ignacio Betancur.

Ignacio fue sacerdote, educador y líder pastoral, social, campesino y cultural. Nació, vivió, amó y se comprometió con los desvelos y las alegrías de las gentes humildes de una región: el suroeste antioqueño. En su calidad de sacerdote en los años sesenta y setenta, motivado por la teología de la liberación, quiso que su labor pastoral fuera una cruzada por la justicia social y por la dignificación del campesinado.

Inspirado en los pasos del padre Camilo, dedicó su vida pastoral a la lucha por transformar las condiciones sociales de un pueblo y en ese intento sufrió persecuciones de las élites civiles y eclesiásticas, hasta el punto que fue asesinado por la barbarie paramilitar al uso de los años noventa, que no le perdonó vivir su cristianismo como entrega total al hermano desnudo, hambriento, sin techo ni tierra.

Celebrar la vida de Camilo Torres y de Ignacio Betancur es una valiosa oportunidad para rememorar la fuerza y la motivación de una generación revolucionaria al interior de la iglesia católica, en una época cuyo espíritu se negaba a permitir pasivamente que la suerte o el destino del ser humano no pudiera ser rescatado del péndulo de la inequidad y la miseria.

De esa generación y del espíritu de esa época que inspiró Camilo Torres hicieron parte muchos sacerdotes igualmente revolucionarios e igualmente sacrificados, en tiempos donde la entrega por el pueblo era total. Se trató de una generación cuya entrega sin fronteras es admirable: ofrecieron su sudor, sus lágrimas y su sangre.

En este cataclismo se movió la vida sacerdotal de Ignacio Betancur. Como ocurrió al padre Camilo Torres, debió romper los estrechos marcos de la institución clerical en busca de un espacio anchuroso para su compromiso en favor de la justicia. La vida política de Ignacio Betancur está ligada a Pueblorrico. Quizás la mejor descripción del Pueblorrico de finales de los años 60 exprese un personaje de sus narraciones: “…Cuando estuve cerca de mi pueblo natal, me quedé mirándolo un día entero y al final tuve la impresión de que no era más que un animal grande durmiendo un largo sueño, ya que sus gestos no daban señales de vida. Pensé que cualquier cazador habría podido ensartarlo en una vara y llevárselo colgado de patas y manos… sin riesgo de que se despertara…”.

Y fue precisamente eso lo que se transformó con el compromiso de Ignacio y el de quienes lo acompañaron en reanimar una región que ya no pudo volver al sopor de siempre. Sin embargo, el terror generalizado y el asesinato selectivo que han sido la guerra sucia mermaron las posibilidades de ese despertar. El 14 de noviembre de 1993 mataron a Ignacio Betancur en el municipio de Tarso, vecindad de Pueblorrico. Venía de celebrar y festejar, junto a campesinos lugareños, los primeros veinte años del proyecto autogestionario “La Arboleda”, que él, en su época de sacerdote y fiel a sus utopías había animado con la idea de construir una especie de utopía: una comuna autogestionaria cooperativa.

En ese proyecto se desarrolló una microhistoria local amasada por gentes comunes y corrientes, en su lucha por transformar el círculo asfixiante de su vida cotidiana. Ignacio mismo lo describió así: “Gentes que encontraron la veta por donde pudieron palparse a sí mismos ocupando un rinconcito en la aventura humana, cambiando su vieja mentalidad, construyendo sus propias organizaciones y desarrollando, hasta cierto punto, un poder propio que les permitió tomar la palabra, exigir, proponer, crear, sentir su identidad y su papel en su comunidad, hasta llegar a creer en las posibilidades de un nuevo orden social, más humano y fraternal”.

El eje central sin el cual no hubiera sido posible esa historia lo constituyó la Teología de la Liberación y el aporte insoslayable que prestaron las Comunidades Eclesiales de Base. En un pueblito abandonado al clientelismo rampante, lleno de gentes del pueblo y de campesinos sumidos en la ignorancia, cualquier trabajo de tipo social que fuera o no cristiano, estaba irremediablemente condenado a afrontar dificultades similares a las que se presentaban a la sazón en países hermanos con feroces dictaduras.

En esto, las Comunidades Eclesiales de Base constituyeron un dique por donde corrió agua que refrescó a las gentes más urgidas y desamparadas junto con militantes y dirigentes de organizaciones populares. En los documentos que salieron de la Conferencia Episcopal Latinoamericana a finales de 1968 se hacía una profunda reflexión sobre el papel que debían cumplir los cristianos en medio de las angustias y esperanzas de nuestras naciones, en medio de “la explotación del hombre por el hombre” y de la opresión de quienes tienen y pueden más. En fin, esta Conferencia se propuso dar un viraje completo a la evangelización, después de 500 años, ubicando como eje central a los pobres y oprimidos y haciendo un llamado lacónico a los cristianos a comprometerse en la realización de las transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadas que urgían a los pueblos.

Los fenómenos sociales que estaban en ebullición por aquella época en Latino América, capitalizados por Fidel Castro, la Revolución Cubana, la imagen del Che Guevara, el peronismo, los tupamaros, el proceso popular chileno, los movimientos populares en el Brasil y en los países del cono sur y Centro América, y sobre todo el ejemplo de Camilo Torres, influyeron para darle un viraje al tipo de cristianismo pasivo y ritual que era tradicional desde la época de la colonia, concediéndole la razón a la Teología de la Liberación, aunque ello implicara el riesgo de agraviar a gobiernos y potentados. En efecto, muchos fueron los obispos, mandatarios, dictadores, y dueños del gran capital que alzaron su voz de protesta. Nelson Rockefeller, la CIA y la Casa Blanca, calificaron a los cristianos comprometidos con dichas transformaciones de “comunistas disfrazados, delincuentes comunes, subversivos, infiltrados en la Iglesia”.

América Latina fue testigo de las posiciones radicales de la naciente iglesia popular del Brasil que contaba con muchos obispos comprometidos con luchas sociales en el norte de ese país y con Monseñor Hélder Cámara a la cabeza; se conocieron las noticias de los “sacerdotes para el tercer mundo” de Argentina, una organización que desde 1965 se comprometió con los intereses de los pobres y que muy pronto empezó a sufrir la persecución de las fuerzas armadas; y de Bolivia se supo que un grupo de jóvenes cristianos con Néstor Paz Zamora a la cabeza, llegó a tomar las armas junto con los comunistas, en una improvisada organización guerrillera en la cual algunos murieron de hambre, sin disparar un tiro.

El soplo de un nuevo tipo de cristianismo empezaba a causar borrascas en Colombia. El Padre Camilo Torres Restrepo, precursor de un cristianismo revolucionario, había fundado el Frente Unido, un esbozo de emancipación política para los colombianos. Trazó bases fundamentales de unidad amplia para el pueblo en un frente de clases en que coincidían marxistas y cristianos, organizaciones gremiales y políticas, campesinos, intelectuales, estudiantes y proletarios.

Venía de exponer en Europa sus puntos de vista sobre el amor eficaz del evangelio, que conducía al compromiso político: “Tenemos obligación de ser revolucionarios. Si los obispos de Colombia se han atrevido a decir en otras ocasiones que es pecado mortal abstenerse en las elecciones, yo creo que la clase popular considera hoy para los cristianos que es pecado mortal abstenerse de la revolución”.

Su tesis del amor eficaz y su discutible militancia en ELN, estremecieron la cúpula del episcopado colombiano, mas no a los sacerdotes y religiosos que andaban metidos en medio de las masas populares. Por el contrario, entre estos se sintió la corazonada del martirio por la causa de los pobres y unas ganas infinitas de entregarse a un trabajo abnegado por su causa. Tras los pasos de Camilo, algunos, que se creyeron ungidos, fueron a parar a la militancia de grupos políticos, y en ocasiones en organizaciones subversivas: Los sacerdotes Diego Cristóbal Uribe, Aurentino Rueda y Luis Zabala Herrera, de Colombia, al igual que un grupo de tres sacerdotes españoles: Domingo Laín, Manuel Pérez y José Antonio Domínguez Comín.

También influyó la actitud de avanzada asumida por Monseñor Gerardo Valencia Cano, muerto tempranamente en un accidente aéreo ocurrido en 1972, quien había despertado la ilusión y el entusiasmo en una parte importante del clero joven y de los religiosos, con algunos de los cuales fundó el movimiento Golconda, sin duda un hito en la historia de la Teología de la Liberación y del compromiso social de la Iglesia revolucionaria.

Toda esta generación tuvo en común que sintió el prurito irremediable de ofrecer soluciones reales a las necesidades de las gentes. Con toda seguridad creyeron en un principio que el sacerdocio era el mejor lugar desde donde podían servir al pueblo. Vivieron el deseo honesto de luchar por condiciones más humanas donde pudiera nacer y crecer el amor eficaz. Tuvieron la ilusión y la esperanza de que el ejercicio del sacerdocio significaba un compromiso ineludible con los marginados y desamparados.

Y eso los llevó a dar un salto. Por eso no debe parecer extraño, que muchos de ellos dejaron luego el sacerdocio para entregar sus vidas a la revolución. Dejaron el cielo hipotético para buscar la satisfacción de luchar por la construcción de la justicia y la fraternidad aquí en la tierra como en el cielo. Tal fue el espíritu de esa época y el talante de una generación que merece ser rescatada y emulada, porque su amor fue eficaz.

*Jairo Álvarez Tamayo, comunicador social e inspirador de cultura política

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